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Actualizado: 30 de abril de 2025


Ya los había recibido de la única cuya amistad me los hizo soportables: de Oliverio. ¿Complicidad o complacencia? No y cien veces no. Más me asustaba aún que el pensamiento de que existiera una conspiración dirigida contra mi dicha, la idea de que aquella menguada y famélica dicha hubiera podido ser objeto de envidia para quienquiera que fuese.

Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón.

El donante adoptaba un continente lúgubre y siniestro, y Joaquinita se asustaba, pensando que podría haber reyerta al salir de la tertulia. A su vez, ellos procuraban introducir la discordia entre las hermanas, dedicándose ora a una, ora a otra. Venían los consiguientes líos y desabrimientos, y en esto se divertían.

Ahora entraba, sin pesar, sin esfuerzo, en la senda indicada por la experiencia de su madre. No había habido violencia; le había bastado dejarse dirigir por los acontecimientos, secundados por su naturaleza egoísta. La solución, bajo la forma de una ruptura probable, que lo asustaba pocos días antes, le parecía hoy casi deseable, lo mismo que necesaria, si los asuntos seguían mal.

La catedral perdería algo importante si le faltaba un Luna, después de tantos siglos de fiel servicio, y a él le asustaba la posibilidad de vivir fuera de ella. ¿Cómo había de ir por los montes disparando tiros, si para él transcurrían los años sin pisar otro suelo «profano» que el pedazo de calle entre la escalera de las Claverías y la puerta del Mollete?

Leopoldina Pastor no se asustaba: de morir ella, moriría como Carlota Corday, despachando antes media docena de indecentes, como Marat. Carmen Tagle dio un suspiro, sacó un poquito la lengua y preguntó si aquello dolería mucho. Tan sólo se siente un ligero frescor contestó a lo lejos una voz cavernosa.

A unos les asustaba la idea del estrago; a otros el terror del castigo; con la voluntad, casi todos fueron cómplices; ninguno dijo: «Yo me atrevo

Cerró los ojos, y una pereza de vivir que parecía sueño o sopor le embargó el ánimo. Quería detener el tiempo. Ya deseaba que tardase en volver doña Petronila: le asustaba la actividad, tenía miedo de cualquier resolución; todo sería peor. La muerte ya estaba en el alma. Los recuerdos lejanos bullían en el cerebro, como preparándose a bailar la danza macabra del delirio de la agonía.

El morir no la asustaba, lo que quería era morir sin desvanecerse en aquellas locuras de la debilidad de su cerebro.... Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste y muda, le preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda: ¿Está usted contento? Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico: Bien, Ana, bien.... Me agrada que sea usted obediente....

Cuando llegó á San Francisco, supo que Foster se hallaba en una propiedad suya, á dos horas de ferrocarril, y desistió de su visita. Ya le vería más adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de tren, después de haber pasado una semana entera en vagón. Y, á pesar del tal cansancio, salió inmediatamente para Los Ángeles, un viaje cinco veces mayor.

Palabra del Dia

atormentada

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