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Actualizado: 25 de julio de 2025
Si una piedra caída, si un árbol derribado, si un haz de cañas turba la regularidad del lecho, inmediatamente la tranquila corriente del fondo del arroyo depositará un pequeño banco de arena delante del dique, que más tarde es probable se convierta en islote.
Guillermo se levantó, cogió a su amigo en sus brazos y se dirigió silenciosamente a la orilla del río, donde cavó una fosa, colocando encima una piedra con una sencilla inscripción, pero el primer vendaval llenó la inscripción de arena y polvo, y la primera crecida del Danubio arrastró piedra, sepultura y cadáver. Guillermo murió al año siguiente. Eulalia aún vive; ahora tiene veintiocho años.
Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas, expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.
Sus pies se enredaron en las raíces de los tamariscos que el viento había dejado al descubierto, y se hundían en la arena como marañas de serpientes negras. Cada vez que un tropezón de éstos le hacía vacilar, obligándole a rudos tirones para seguir adelante, cada vez que una piedra rodaba o crujía, deteníase, conteniendo su respiración.
Hablaba de ella bajo mil nombres imaginarios, los grababa sobre la corteza de los árboles y sobre la arena, y a veces añadía el mío. Si algún tiempo después acertaba a pasar por el mismo sitio y veía aún aquellas cifras, entrelazadas, palpitaba de alegría como si fuese ella quien las hubiese escrito.
Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte.
A la calle se habían arrojado cuantos objetos mortíferos se creyeron convenientes para hostilizar a los dragones, y aun después del combate surcaban la arena turbios arroyos de agua hirviendo, que, mezclada con la sangre, producía sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas vimos cadáveres que pendían con medio cuerpo fuera, apretando aún en sus crispados dedos la hoz o el trabuco.
La brava y leal jauría, al ver á su dueña hermosa, á ella corre presurosa trasportada de alegría, y el jinete, que refrena al bruto con fuerte mano, ansioso, anhelante, insano, del arzon salta á la arena. ¡Hija! al ver á Leila en pié, llena de vida, radiante, gritó el xeque delirante ¿quién te salvó? No lo sé
Quedó por esta causa allí la dama De dolor, y congoja y pena llena, Dó la siguiente noche tuvo cama, Triste, sola, llorosa en el arena. El pobre por el bosque grita y clama, Al aire publicando su gran pena; Que por buscar camino, senda y via Sin su dama se vé, y sin alegria.
Este jardín conserva todavía el mismo aspecto; únicamente los árboles, algo envejecidos, tapizan sus troncos con algunas manchas mohosas; pero los surcos de rosales y claveles extienden sus lozanos pimpollos sobre la arena de las sendas; y cantan los ruiseñores en las noches de estío entre los emparrados y las enramadas.
Palabra del Dia
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