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Actualizado: 1 de junio de 2025
Y tomándome las manos, aquella singular criatura, me clavaba las uñas como una pantera, y me irritaba con sus palabras ardientes y resueltas.
Levantóse luego uno de ellos y se colocó en medio, y tomando el cáliz se dispuso á consagrar el vino; aplicó al licor sus ardientes labios, rojos como los de una doncella, y su fragancia le cautivó el sentido; pero cuando libó la deliciosa copa, su dulzura y suavidad le sumergieron en un profundo arrobamiento.» La de la catedral.
De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caído Relámpago.
No pases cuidado: me siento con fuerzas suficientes para continuar. Si papá ve que nos detenemos no me dejará bailar más. Y aferrándose al brazo de Amaury, a quien comunicó sus ardientes ímpetus, siguió con increíble ligereza el ritmo del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.
Ciertos días, pasaba las horas largas vagando por la Catedral, como en una selva de piedra toda florecida de vidrios ardientes; y, meditando a un tiempo su pecado, postrábase de hinojos, aquí y allá, a la sombra de las capillas.
Quise resistir, pero él me empujó hacia afuera. Si hubiera sospechado lo que me esperaba, no hay poder en el mundo que me hubiera hecho pasar el umbral de ese cuarto. Salí, pues, al patio, respirando el aire a pleno pulmón. El viento de la tarde produjo sobre mis mejillas ardientes el efecto de un baño helado. El último fulgor del día desaparecía.
Y ella lo sabía la muy mimada, y sin embargo se hacía la inocente, y las declaraciones más ardientes, los piropos más expresivos y más achicharradores, apenas le arrancaban como contestación un: ¡Puerco!... ¡Cochino!... ¡Qué más se quisiera!... ¿Quiere ver que llamo a me tatas?
Sin abrir la boca hacía signos negativos con la cabeza, mirando fijamente al horizonte azulado. En vano Núñez derrochó su ingenio para convencerla, en vano apeló después a las súplicas ardientes, a los dictados cariñosos. Nada, nada, el mismo inflexible signo negativo respondía constantemente a sus argumentos y a sus quejas.
Al día siguiente, presento mi informe al joven, sin decir una sola palabra, naturalmente, sobre mis tonterías de la víspera. El me clava sus ojos negros, ardientes: No hablemos más de la cosa dice. Me lo esperaba. Ocho días después vuelve a tratar del asunto, como quien no quiere la cosa: Sin embargo, deberías ir otra vez a Krakowitz, tío. ¿Estás loco, muchacho? exclamo.
Uno de los más terribles martirios que la niña padecía era cuando Amalia se encaprichaba en que no llorase. Unas veces la dejaba gritar y gemir bajo los golpes: parecía que se gozaba en las lágrimas de la criatura, en oír sus ardientes súplicas repetidas entre sollozos; pero en ocasiones se empeñaba en que sufriese en silencio.
Palabra del Dia
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