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Rojas llevaba su caballo de las riendas, y lo dejó en el mismo sitio donde Ricardo había dejado antes el suyo. Luego subieron de rodillas y apoyándose en las manos la pendiente arenosa desde cuyo filo podían observar el rancho de la India Muerta. Al asomarse entre el ramaje, vieron á Piola sentado en el suelo, lo mismo que antes, pero solo, pues Manos Duras había desaparecido.

Una, muy bonita, le llamó con un signo, pero él fingió no advertirlo, y fue a colocarse en el mismo sitio que había dejado Muñoz, apoyándose también en la barandilla de la orquesta. Muñoz se arrepintió de no haberse detenido para preguntar a Raquel por Adriana. Vio a Fernando levantarse. Las dos muchachas quedaron solas.

Durante algunos segundos, una seriedad sombría, y tal que llegó á imponer respeto á don Juan, apareció en su semblante. Luego volvió á sonreir. Pero entre aquella seriedad y aquella sonrisa había pasado una agonía completa. La hora de la partida se acerca dijo apoyándose dulcemente en el hombro de don Juan. Partamos dijo don Juan levantándose.

Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud turbada del que llamaba su hermano; apoyándose en la reja oía cómo se alejaba el caballo de Salvador y pensaba: ¡Es que está malo, de verdad, el padrino! Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.

Se levantó Leonora apoyándose en el brazo de Rafael, y comenzaron a pasear por las ancha avenida que conducía a la plazoleta desde la verja de entrada. Al alejarse de la casa, por entre las tupidas copas de los naranjos, la artista sonrió maliciosamente, moviendo una mano en actitud de amenaza. Confío en que usted habrá vuelto de su viaje más serio y respetuoso.

Los dragones, revólver en mano, tenían que apelar á la amenaza para reanimarlos. Sólo la certeza de que el enemigo estaba cerca y podía hacerles prisioneros les infundía un vigor momentáneo. Y se levantaban tambaleantes, arrastrando las piernas, apoyándose en el fusil como si fuese un bastón.

La sorpresa de su esposo fue mucho mayor. Ordinariamente él se levantaba muy temprano como hombre de negocios que era, y apoyándose en su bastón iba hasta su despacho y allí trabajaba hasta las nueve, hora en que venía a desayunar al dormitorio con su mujer, que aún permanecía en la cama. Luego la ayudaba a vestirse sin llamar a la doncella y tornaba al escritorio.

Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para : «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme... Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche.

El viento soplaba recio, haciendo rodar sobre la negra superficie del mar enormes olas que venían á estrellarse con fragor sobre la muralla. Cádiz, la más bella ciudad de la Bética, enclavada dentro del Océano, apoyándose en la tierra solamente por un brazo estrechísimo, vivía feliz y tranquila en las fauces del monstruo. El bullicio de sus calles llegaba á los oídos de nuestros jóvenes.

Además, pasó muchas horas de suplicio, apoyándose en la cabeza y los talones, hecha un arco, sobre la cama, con el cuerpo dilatado por los más atroces sufrimientos. El tétanos. ¡Morir así una gran dama tan hermosa, tan elegante!... Pero en medio de tales suplicios tuvo serenidad para dictar sus disposiciones testamentarias.