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Pero volviendo a mi asunto, diré que, habiendo roto completamente con mis antiguos terrores, no traté ya de moderar mi locuacidad delante de mi tía. No pasó día en que no tuviéramos a la hora de la comida discusiones que amenazaban degenerar en tempestades.

Hasta tuvo la dicha de no tropezar a su vuelta con el marquesito del Lago que inconscientemente tan malos ratos le había hecho pasar: la marquesa viuda había decidido al fin trasladar su residencia a sus posesiones de Extremadura huyendo de los escándalos de su hija y de los peligros que amenazaban a su hijo.

El tren de mercancías pasó, enorme, pesado, haciendo temblar la tierra, y ellos a un lado y otro de la vía le saludaban con espantosa rechifla, le amenazaban con puños y palos, le trataban de , remedaban con insolente escarnio los bufidos de la máquina, el desengonzado movimiento de las bielas, y por último pusieron al guardafreno como hoja de perejil.

Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.

Ya, ya; no me digas más. Pues bien, el asunto se había ido poniendo tan serio, las pretensiones de los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le amenazaban cuando no soltaba los cuartos. Por fin, uno de ellos le disparó un tiro... ¿Qué dices? exclamó don Germán.

En seguida de esta escena, cuyas consecuencias amenazaban ser trágicas, la mayor parte de los invitados se eclipsaron discretamente; los vecinos de la campaña tomaron sus carruajes, precipitadamente, y los otros el tren de la tarde para irse a París. En el castillo, sólo quedaron los amigos más íntimos. El capitán había sido, naturalmente, el primero que se retirara.

Las ruedas se hundían profundamente, en el barro del camino, que corría entre las marchitas hierbas del lodazal, y el agua saltaba a cada instante hasta la caja del coche. El que lo conducía poco se preocupaba del paisaje que lo rodeaba: sumido en sus pensamientos, permanecía sumido en su rincón, y sólo se enderezaba a ratos, cuando las riendas amenazaban escaparse de sus manos indolentes.

Si ha habido que matar moros para que no se apoderasen de Europa, poniendo en peligro la fe cristiana, ¿quién lo ha hecho? Los españoles. Que los turcos amenazaban con apoderarse de los mares: ¿quién les salía al paso? España con su don Juan.

Ahora que podía llamarlos a todos de verdad «mis queridos amigos». Sonreían algunas señoras, con el dulce reproche femenil que lamenta y celebra a un mismo tiempo las temeridades del valor, y le amenazaban cariñosamente moviendo una mano con el índice en alto. «¡Ah, calaverón!... ¡Mala persona

En otros tiempos solía vestirme de peregrino para ir a la busca, pero los chicos me seguían como unos bobos y los guindillas me amenazaban con llevarme a la prevención. ¿Por qué, señores míos?... Lo que yo les decía: ¿Qué somos todos en este mundo, mas que peregrinos que vamos pidiendo a los demás y caminando hasta llegar al final de nuestra vida?