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Además, hay que agradar, hacerse amar... ¡Qué trabajo de Hércules, Dios mío! ¿Cómo se arregla una para hacerse amar? ¿Por dónde se empieza? ¡Si usted cree, señor cura, que estas cuestiones son fáciles de resolver!... Mi padre no parece que las encuentra la menor dificultad, pero es por su infatuación paternal. Y luego, ¿a quién quisiera yo agradar?

El amor, hijo de Venus murmuró el Marqués, a quien aburrían estas cuestiones y buscaba un refugio, habitual para él, en la genealogía. La Marquesa creyó que debía explicar el pensamiento de Elena. Esta niña, señores, sólo ha querido hablar del amor divino y no conoce otro; ¿verdad, querida? En el convento de Bretaña no enseñaron a usted más que a amar a Dios...

Hago omisión de las heridas secretas, innumerables, infinitas: no eran nada comparadas con los consuelos que en seguida las curaban. En resumen, era feliz o me parecía serlo si la dicha consiste en vivir rápidamente, en amar con todas sus fuerzas sin causa alguna de arrepentimiento y sin esperanza. El señor De Nièvres era cazador, y a él se debe el que yo haya llegado a serlo.

Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de D. Suero. Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.

Así era, como aquella música: dulce, tranquila, sentimiento serio, fuerte a su modo, pero mesurado, suave, amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de la vida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche y el día uno tras otro, como todo en el mundo obedece a su ley, sin perder su encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la sonrisa de Dios invisible, que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarse de las nubes y el titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujer según el espíritu, recuerdo de mi madre según la voz; porque tu canto, sin decir nada de eso, me habla a de un hogar tranquilo, ordenado, que yo no tengo, de una cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, de un regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo no tengo en el mundo, en rigor, más parientes que esa voz!». ¡Cosa más particular!

Ahora bien; que el tío Manolillo ama á esa comedianta es indudable. Que su amor sea capaz de todos los sacrificios, hasta el punto de amar los caprichos y las faltas de esa mujer, es posible.

Pero no es eso tampoco. Floto en una atmósfera tan pura de felicidad, mi pecho se ensancha con una alegría tan pura y tan nueva... Porque todo es nuevo para esta alma que se despierta aún una vez sobre sus despojos para amar y para sufrir... Para sufrir. Ya cuánta vergüenza y desgracia puede hacer caer sobre semejante pasión.

¿Una locura?... ¿A qué llama usted una locura? Llamo locura a amar un imposible... No somos ella y yo de un mundo mismo... Francisco sonrióse melancólicamente y habló así: Estas consideraciones no suelen pesar mucho sobre el corazón de una mujer que ama, y no hay motivo para que Camila no le ame a usted.

Dió algunas vueltas por las calles principales, paseó por el parque de San Francisco y al cabo notó con sorpresa que estaba perfectamente tranquilo. Aquel amor no había sido más que un sueño. Pero si una señorita tan encopetada no podía amar á un rústico, también pensó que era hacerle una ofensa el sospechar que se avergonzaría de conocerle.

A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientes próximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, que más debiera llamarse tal que no esposo y compañero. No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; pero amaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptos morales y religiosos.