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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Ana vivía ahora de una pasión; tenía un ídolo y era feliz entre sobresaltos nerviosos, punzadas de la carne enferma, miserias del barro humano de que, por su desgracia, estaba hecha. A veces leyendo se mareaba; no veía las letras, tenía que cerrar los ojos, inclinar la cabeza sobre las almohadas y dejarse desvanecer.

En un magnífico lecho, que por muchas señales demostraba ser un lecho de mujer, y de mujer galante, hundido en los colchones, medio sepultado en las almohadas, revuelta la cabellera, caladas las antiparras, sosteniendo un libro en folio, leía Quevedo.

Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, fina, glacial. El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera.

Sus ojos tornaron al cabo a brillar sonrientes, y una ola de leve carmín se esparció por sus mejillas. Dio algunos pasos con pie vacilante y se paró al fin a la puerta de la alcoba. Con una mirada intensa abrazó cuanto en ella había. El lecho del sacerdote era pequeñito, de madera blanca; blanca también la colcha que lo cubría; las almohadas y las sábanas finas, pero sin encajes.

Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje; era una media camita y otra de cordeles con ruedas para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Baranda, cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca, y las demás zarandajas de casa.

Tanto respondió moviendo pensativamente la encanecida cabeza, que según toda probabilidad dentro de un año seguirá usted siendo Rey de Ruritania. Y dicho esto desahogó su cólera lanzando una sarta de maldiciones contra Miguel el Negro. Mi opinión es dije reclinándome en las almohadas, que sólo tenemos dos medios de sacar al Rey vivo de Zenda.

Los últimos días que pasamos en el estudio... que se lo cuente á usted Isidora... estuve malísimo; como que nos asustamos, y....» Le entró tan fuerte golpe de tos, que parecía que se ahogaba. Isidora acudió á incorporarle, levantando las almohadas.

Pero al otro volvió á notar con disgusto que las almohadas se hallaban completamente fuera de su sitio. Debes de estar muy incómodo, Pedro. Espera... alza un poco la cabeza.... Así.... ¿No estás mejor ahora? Arregló después un poquito el lecho, y allá, para concluir, tiró otra vez por la ropa hacía arriba. La casualidad hizo que otra vez rozasen sus dedos con la boca del joven.

Varios jergones de hoja de maíz cubrían el tablado: cuatro mantas cosidas unas á otras formaban la cubierta común de los ocho, y junto á la pared yacían destripadas y mustias algunas almohadas de percal rameado, brillantes por el roce mugriento de las cabezas. Aresti pensó con tristeza en las noches transcurridas en aquel tugurio.

Lo único que brillaba en su cabeza eran los pelitos rubios, tendidos sobre las almohadas, y en esta madeja rizosa quebrábase con extraña luz el resplandor del candil. La madre lanzaba gemidos desesperados, aullidos de fiera enfurecida. Su hija, llorando silenciosamente, tenía necesidad de contenerla, de sujetarla, para que no se arrojase sobre el pequeño ó se estrellara la cabeza contra la pared.

Palabra del Dia

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