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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Bobalicón, ¿no has caído en ello?... ¡Eres tan bruto!... ¿Pero di, no te has mirado al espejo alguna vez? ¿No se te ha ocurrido?... Pareces lelo... Pues te lo diré: para lo que tú sirves es para modelo de pintores... ¿no entiendes? Pues ellos te ponen vestido de santo, o de caballero, o de Padre Eterno, y te sacan el retrato... porque tienes la gran figura.
A sus primeras palabras, todos los que conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del único farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor, como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte. Al oír que iban á quedar abandonados á la clemencia del enemigo, todos intentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron á caer.
-No era sino rubión -respondió Sancho. -Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
Oyó Benina muy atenta estas explicaciones, que tuvieron la virtud de infundirle cierta simpatía hacia la borracha, porque también ella, Benina, se sentía negocianta; también acarició su alma alguna vez la ilusión del compra-vende. ¡Ah! si, en vez de dedicarse al servicio, trabajando como una negra, hubiera tomado una puerta de calle, otro gallo le cantara.
Alguna que otra vez me interrumpía extendiendo la mano; hacía una observación en términos precisos, y cuando terminaba, volvía a extender la mano, diciendo lleno de condescendencia: «Puede usted continuar». Cuando me dirigía alguna pregunta y yo me disponía a contestar como Dios me sugiriese, solía atajarme exclamando; «¡Método! ¡método!
Se trataba, con frecuencia, de alguna conversación sin importancia que él había escuchado treinta años atrás y cuya recordación resultaba trivial. Otras veces, en cambio, eran anécdotas llenas de sabor humano. Pero el señor Molina atribuía a todas sus historias el mismo grado de interés.
Además, él reconocía su gran defecto, el mal de su generación, en la que un estudio desordenado y un exceso de razonamiento había roto el principal resorte de la vida: la falta de voluntad. Era impotente para la acción. Estudiaba ávidamente y no sabía sacar consecuencia alguna de sus estudios.
Clementina se reía de estos desahogos. Alguna vez llegó su insolencia hasta cambiar la sentencia de la profesora por otra de su invención.
¡Oh sabio don Timoteo! ¿Quién me diera a mí hacer una mala oda para echarme a dormir sobre el colchón de mis laureles; para hablar de mis afanes literarios, de mis persecuciones y de las intrigas y revueltas de los tiempos; para hacer ascos de la literatura; para recibir a las gentes sentado; para no devolver visitas; para vestir mal; para no tener que leer; para decir del alumno de las musas que más haga: «es un mancebo de dotes muy recomendables, es mozo que promete»; para mirarle a la cara con aire de protección y darle alguna suave palmadita en la mejilla, como para comunicarle por medio del contacto mi saber; para pensar que el que hace versos, o sabe dónde han de ponerse las comas, y cuál palabra se halla en Cervantes y cuál no, la llegado al summum del saber humano; para llorar sobre los adelantos de las ciencias útiles; para tener orgullo y amor propio; para hablar pedantesco y ahuecado; para vivir en contradicción con los usos sociales; para ser, en fin, ridículo en sociedad sin parecérselo a nadie?
No quedaba duda alguna que se había ideado para adorno de un vestido; pero cómo debió de usarse, y cuál era la categoría, dignidad ó empleo honorífico que en otros tiempos significaba, era para mí un verdadero enigma que no tenía muchas esperanzas de resolver. Y sin embargo, me produjo un extraño interés.
Palabra del Dia
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