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No queremos saber las hazañas de los héroes del trabuco dijo la marquesa . Rafael, hablas sin punto ni coma... Escuchad mi aventura de José María continuó Rafael . Un ladrón héroe, caballeroso, elegante, galán y distinguido, es fruta que no nace sino en nuestro suelo. Vosotros los extranjeros podréis tener muchos duques de Alba, pero seguramente no tendréis un José María.

Y cuando por las mañanas, al romper el día, le robaban el sueño el cencerreo del ganado que salía al pasto, los silbidos de los criados, las seguidillas de las mozas que iban á la mies, el toque al alba, los ladridos del perro, el cacareo de las gallinas y los relinchos del caballo, lejos de incomodarse, bendecía en sus adentros el instante en que se le ocurrió trocar el agitado torbellino de pasiones de la corte por el obscuro rincón de la vivienda de los Seturas.

Los criados se quedaban fuera de la capilla; y una vez oída la misa de alba, la dama se levantaba, recogían los pajes cojín, silla y alfombra, se encaminaba la indiana a la puerta del Patio de los Naranjos, tomaba allí su silla de manos, y se volvía a su casa.

Las proscripciones perpetradas por el fanatismo religioso, la opresion política y civil, las absurdas leyes fiscales y económicas y los actos de pillaje ejecutados en los tiempos de guerra política sombría que personificó tan terriblemente en los Países-Bajos el odioso duque de Alba, diezmaron la poblacion de Ambéres, estancaron la industria y el comercio é hicieron de esa opulenta ciudad casi una ruina.

Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida de Quintanar la triste realidad.... «Le habían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! una venganza bien cumplida. Ahora le parecía absurdo haber tomado la poca luz del alba por día nublado.

En esto se gastó buena parte de la noche, y habiendo tomado un poco de sueño, al despuntar el alba se tocó á marcha, mandando los oficiales que puestos en orden los soldados, y con el fusil en punto, avanzasen á vista de los enemigos y si no rindiesen las armas, los atacasen.

Díjole Almudena que él se hallaba en absoluta imposibilidad de favorecerla; lo más que podía hacer era entregarle las perras de la mañana, y por la noche lo que sacar pudiera en el resto del día, pidiendo en su puesto de costumbre, calle del Duque de Alba, junto al cuartel de la Guardia Civil.

Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo.

Los guitarristas apenas tocaban, y ahitos de vino inclinábanse sobre sus instrumentos con placentera somnolencia. El torero iba también a dormirse sobre una banqueta, cuando le ofreció llevarle a casa en su carruaje uno de aquellos amigos, obligado a retirarse antes de que su madre la condesa se levantara, como todos los días, para ir a la misa del alba.

La primera vez que hablé en casa del marqués, fue tomando punto de no qué suceso parlamentario de aquellos días, y se mostró muy indignado con «los meeroodeadooores del campo de la política, peste de los tiempos aztuales..., y tal y demás». Después se fue viendo que llamaba merodeador al lucero del alba, y que sin el apoyo de la otra muletilla, era hombre al suelo en cuanto «rompía a hablar».