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Actualizado: 24 de junio de 2025


Tenía siempre desmesuradas ojeras, que con la edad se iban acentuando, y le faltaba un diente de los más principales, lo que le hacía silbar las palabras de un modo nada grato. Además, estaba bastante ajada, como que ya iba traspasando los límites de la juventud. Pero el amor es ciego, y donde los demás veíamos insignificancia y fealdad, él veía hermosura simpar y perfección.

Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza de ánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinisteis a tierra fundidos por aquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegaba por los nervios al centro de las almas! ¡Vida mía! ¡Juan, por piedad! Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema.

Era una mujer ajada, de buenos ojos, flaca, pálida y pobremente vestida, con un pañolito de seda blanco al cuello y la cabeza descubierta. Aparentaba bien cuarenta años; pero quedaba la duda de si sería más joven. Su rostro ofrecía más claramente las huellas del trabajo y la miseria que las del tiempo. ¿Sanhurho? Sanjurjo.

Atrajo desde el principio mi curiosidad una mujer agraciada, paciente, trigueña, sin adobos ni rosicleres como las otras, que estaba siempre sola e inmóvil en un ángulo, ante un vaso de recuelo, que jamás se llevaba a la boca. Se parecía a una virgen de Rafael, algo ajada.

Traía en pie el cuello del gabán, ajada la camisa, un apabullo en el sombrero, rojos e hinchados los ojos, y trascendíale el aliento a vino trasnochado. Quedóse muy sorprendido y turbado a la vista de Currita, y con la forzada sonrisa del escolar que encubre una picardihuela con una mentira, le dijo: He estado a ver a los antropófagos... En el Jardín de las Plantas.

La señora que estaba a su lado no era otra que su madrastra, la brigadiera Ángela en carne y hueso, mucho más ajada, con el cabello gris, pero todavía bella y arrogante. La circunstancia de estar tocando con ella y la oscuridad de la sala, habían hecho que no la viese hasta entonces.

¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarle. No será así: no estás en el busilis. irás allí, y, con esa cháchara que gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos la resignación, y la dejarás consolada, y, si le dices que la quieres y que por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedará ajada.

Era una mano fina, correcta, aristocrática, con graciosas y leves rayas azules; además, aún no estaba ajada, a juzgar por su color sonrosado y por la frescura e inocencia que se adivinaba en sus movimientos resueltos; la muñeca estaba aprisionada por un sencillo brazalete de oro; en los dedos brillaban algunas sortijas.

Siguió examinándola de lejos, creyendo reconocer el pasado en algunos rasgos de aquella fisonomía ajada, y quedando indeciso ante otros que le resultaban extraños. ¡Pero los ojos!... ¡aquellos ojos!... La mujer volvió á sonreir y á mover levemente la cabeza, repitiendo sus mudas invitaciones.

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