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Las miradas de reojo decían ahora: la de Esteven: ¿No te vas todavía? ¿qué esperas? Ya habrás comprendido que nosotros somos como el aceite y el vinagre, y que si no te he echado de casa, ha sido por no dar escándalo, y de lástima de ver cómo te has agachado a pedir perdón... Es en balde, hija; nunca nos entenderemos nosotros... lo que yo siento, es no saber a qué has venido...

Aquella primera redada consistía en diez olutarias. ¿Qué moluscos son éstos? preguntaron Hans y Cornelio, que se habían agachado para observar mejor. Los trépang dijo el Capitán ; y de los mejores, muchachos. Parecen cilindros rugosos dijo Cornelio. ; pero con tentáculos añadió Hans. El Capitán tomó en la mano uno de aquellos moluscos y se lo enseñó a sus sobrinos.

Si no la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquél a quien la mujer dice no quiero, porque ése, a lo menos, oye la verdad! El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola; y, consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño.

Pensó que ella, la sempiterna charlatana de antaño, hablase en cuanto se alejase el Chucro... Alejose el Chucro con su carabina, agachado como una fiera en acecho. Ella tomó la pala de hierro, se sentó en un árbol caído, y se puso a silbar entre dientes...

Un taller que se perdía de vista, ocupando todo el último piso del caserón; un bosque de maderos y cuerdas, invadidos por las telarañas; una confusión de telares que, inactivos y muertos, parecían siniestras guillotinas, complicadas máquinas de tormento. Juanito tardó en ver a su tío, agachado entre dos telares, en mangas de camisa, ocupado en armar una ratonera.

Este viejo es el más viejo de todos; cuando camina agachado sobre su palo lleva la mano izquierda puesta sobre la espalda. Mira hacia Poniente y dice: El año 60 hizo un viento grande que derribó una palmera. Yo la vi contesta otro ; cayó sobre la pared del huerto y abrió un boquete. Era una palmera muy alta. , era una palmera muy alta. Se hace otra larga pausa.

Flamean las mantas rojas, amarillas, azules, colgadas al aire en una tienda; un mendigo, con redondo y ancho sombrero tieso, vestido de buriel pardo, discurre al sol, agachado sobre su palo; atraviesan la plaza dos borricos cargados de ramaje de olivo; pasa ligero, con menudo paso afirmado de viejo hidalgo, la capa al aire, un señor de largos bigotes grises y hongo apuntado. Salgo de la plaza.

No hay duda dije yo, al notar, mientras estaba agachado, recogiendo el resto del paquete, que todas ellas, tanto por el anverso como por el reverso, tenían catorce o quince letras escritas, en tres columnas, todas, por cierto, enteramente ininteligibles. Las conté. Formaban un paquete de treinta y una cartas, faltando el as de copas, que habíamos encontrado antes.