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Su salón como todas sus costumbres, era una especie de asilo abierto a sus reminiscencias o sus afecciones hereditarias, cada día más amenazadas. Reunía en él, particularmente los domingos por la noche, los escasos sobrevivientes de su antigua sociedad. Todos eran adictos a la monarquía derrocada y se habían retirado del mundo como ella.

Acudían allí los curas acompañando y animando al rebaño de electores, a fin de que no se dejasen dominar por el pánico en el momento de depositar el voto. Para evitar que «se la jugasen», don Eugenio, valiéndose del derecho de intervención, sentó en la mesa a un labriego de los más adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. «¿ entendiste, Roque?

8.° Francisco Agurto declara nuevamente á fojas 49, que con motivo de haber sido uno de los que fueron al otro lado del Rio Bueno en la escolta que se dió al cacique Queupul, como parcial nuestro, consiguió hablar sobre la existencia de los españoles, nominados Césares, con varios indios, á quienes por haber hallado muy adictos al Gobernador y á los españoles, pudo ya sin cautela tocarles este asunto de ellos, siempre cautelosamente promovido.

Desde que corrió la noticia comenzó el señorito a sentirse halagado por la especie de pleito-homenaje que se presentaron a rendirle infinidad de personas, todo el señorío de los contornos, el clero casi unánime, y los muchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este mismo. A don Pedro se le ensanchaba el pulmón. Bien entendía que Primitivo estaba entre bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era él. Mostró aquellos días gran cordialidad y humor excelente y campechano. Hizo caricias a su hija y ordenó se le pusiese un traje nuevo, con bordados, para que la viesen así las señoritas de Molende, que se proponían no contribuir con menos de cien votos al triunfo del representante de la aristocracia montañesa.

Habrían transigido con ir al cementerio del Père Lachaise por tratarse de un paseo; pero no era cosa de ir hasta Ville d'Avray, con lo cual perdían un día entero, y un día tiene en París gran valor. Por eso, conforme a las previsiones del doctor, sólo tres o cuatro amigos muy adictos, entre ellos Felipe de Auvray, ocuparon el tercer coche del duelo.

Sintiendo quizá remordimientos en su corazón endurecido, llamó a su presencia a un misionero de Parrachagua, para confesarse con él; y como el buen sacerdote no quisiera darle la absolución, ordenó lo colgaran, sin duda para que hiciese compañía al otro fraile ahorcado. Los aventureros poco adictos a su persona iban sufriendo la misma suerte.

A ésto debe agregarse un criterio independiente y libre de coacciones en cuanto se refiera á los problemas político-religiosos, que sin detrimento de la riqueza actual de aquel país, más que el esfuerzo de las armas determinarán una sumisión completa en los naturales adictos al mahometismo.

Libraba del servicio militar a mozos sanos y fuertes; cubría las trampas de los ayuntamientos que le eran adictos, aunque merecieran ir a presidio; lograba que la guardia civil no persiguiera con mucho encono a los roders que, por un escopetazo certero en tiempo de elecciones, iban fugitivos por los montes; y en todo el contorno nadie se movía sin la voluntad de don Ramón, al que los suyos llamaban con respeto el quefe.

Duro le parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña..., lo de la niña... «Si me la dejasen pensaba la cuidaría yo perfectamente». Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles, un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel general.

Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino?