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La voz era dulce y acariciadora; ¡pero aquellos ojos que parecían comerla! ¡aquella cara pálida, semejante a la de los hombres que matan!... Quiso decir algo para protestar de sus últimas palabras. Don Jaime no había tenido nunca edad para Margalida: era algo superior, como los santos, que crecen en hermosura con los años... Pero el miedo no la dejó hablar.

La muerte estaba allí, halagüeña y acariciadora para aquella vieja infantil que se abandonaba a ella sin resistencia. Me siento tan gastada y tan fatigada, hija mía, que es caritativo dejarme al fin reposar.

Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto: Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.

El viento de la noche, que golpeaba las hojas de la ventana, me murmuraba: «¡Es necesario! ¡es necesarioAl mismo tiempo una voz ligera, suave y acariciadora como una melodía, me decía: «Lo verás otra vez, sentirás su mano en la tuya, oirás el sonido de su voz, quizá oirás hasta su risa; ¿no es la felicidad lo que vas a llevarle, la felicidad de su vida

Siento un miedo horrible. ¡Tengo tanto que expiar!... Se había levantado poco á poco del diván, y al pedir protección á Ferragut iba hacia él con los brazos extendidos, humilde y al mismo tiempo acariciadora, por una voluntad de seducción que predominaba sobre todos sus actos. ¡Déjame! gritó el marino . No te acerques... ¡no me toques!

Quiroga con su media lengua y sonrisa la más humilde agasajaba á Simoun: su voz era acariciadora, sus genuflexiones repetidas, pero el joyero le cortó la palabra preguntándole bruscamente: ¿Gustaron los brazaletes?

Y Salvatierra, como si olvidase la presencia del gitano y hablara para él mismo, recordó su arrogante salida del presidio, desafiando de nuevo las persecuciones, y su reciente viaje a Cádiz para ver un rincón de tierra, junto a una tapia, entre cruces y lápidas de mármol. ¿Y era aquello todo lo que quedaba del ser que había llenado su pensamiento? ¿Sólo restaba de mamá, de la viejecita bondadosa y dulce como las santas mujeres de las religiones, aquel cuadro de tierra fresca y removida y las margaritas silvestres que nacían en sus bordes? ¿Se había perdido para siempre la llama dulce de sus ojos, el eco de su voz acariciadora, rajada por la vejez, que llamaba con ceceos infantiles a Fernando, a su «querido Fernando»?

Al fin la palabra salía bien o mal construida y Barragán podía adivinar que los negocios no marchaban bien, que su esposa estaba muy triste pero que no le guardaba rencor. Era de ver al paisano en aquel momento agitado, convulso, hablando muy quedo pero con singular vehemencia en la expresión, unas veces imperativa, otras suave, acariciadora, otras terrible y amenazante.

Entonces, cuando se sintiera fatigado por el trabajo, unos brazos femeniles, blancos, desnudos, surgirían por detrás, estrechándole, y una boca acariciadora le rozaría las orejas murmurando palabras de cariño. Esto no era imposible; podía conseguirlo. Llegaba el momento de realizar sus ensueños.

Por poco que esté conmovido, sus ayes y hondos suspiros contrastan con el silencio de la monótona playa. Parece como que se abstrae para oir las amenazas del que ayer le halagaba con acariciadora ola. ¿Qué va á decirle dentro de poco? No quiero preverlo siquiera.