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Al salir a la salona con el candelero en la mano, me encontré con la mujer gris ocupada en poner la mesa, a la luz de un velón de tres mecheros, colgado de un listón de madera, sujeto por una de sus extremidades a una vigueta del techo. No era antipática, ciertamente, la cara de aquella sirviente; y bien mirada, hasta se hallaban en ella vestigios de haber sido guapa en sus mocedades. Expresábase con un laconismo que tenía ciertos matices clásicos, y respondía con agrado a las preguntas que me arriesgué a hacerla, por hablar de algo y alegrar un poco el tedioso colorido de mis ideas. Así supe que se llamaba Facia; que desde muy joven servía en casa de mi tío y que en ella pensaba morir, si esa era la voluntad de su amo, a quien quería y respetaba como a padre y señor, y aun con eso no le pagaba bastante los grandes beneficios que le debía.

No sabía el pobre señor que cuando un hombre da en hallar tedioso el curso de las horas, no puede dedicarse a nada que le distraiga, porque necesita todo el tiempo para aburrirse, por mandato de una ley de la pícara condición humana. Aquella noche no vino un alma a la tertulia, y la cara menos triste que hubo en la cocina fue la de Facia, la incomprensible y misteriosa mujer gris.

Durante la velada, el pintor, a quien Beatriz cada momento más enamoraba a causa de su melancólica hermosura, de sus actitudes de reina en cautiverio, ensayó de interrogar de nuevo a Pierrepont sobre los antecedentes, la situación y el carácter de tan misteriosa y atractiva persona, pero no insistió como advirtiera en las breves respuestas de Pedro que este punto de conversación era para el marqués, si no desagradable, al menos decididamente tedioso.

Describir el largo y tedioso viaje de vuelta del Mediterráneo al Canal, oyendo siempre el crujido de las ruedas, y con la misma monotonía, interrumpida únicamente por el anuncio de que la comida estaba servida, es inútil.