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Y privándose de una parte de su alimento, pasaba a casa del zapatero la leche que subían para él. Pero el estómago del pequeño no podía sufrir el líquido, demasiado substancioso para su debilidad, y lo arrojaba apenas ingerido. Tía Tomasa, la jardinera, con su carácter enérgico y emprendedor, trajo una mujer de fuera de la catedral para que diese su pecho al enfermo.

El Renacimiento estaba en su apogeo; las auras paganas despertando el amor a la Naturaleza habían ingerido al arte savia nueva, y a los artistas creyentes que representaron con placido y sincero misticismo los relatos de los evangelistas, habían sucedido otros que, inspirándose en los cantos de los poetas gentiles, ponían su genio al servicio del sensualismo clásico, fingiendo en sus obras, con maravillosa potencia imaginativa, fábulas eróticas, hazañas de héroes, pasiones de dioses, desnudeces de mujeres, pero estos pintores, al poner el entendimiento y la mano en la tragedia del Calvario ni aun con la grandiosidad de la composición y la pompa del color, lograban suplir aquella honda y sincera emoción que agitó el alma de los fundadores de las escuelas primitivas.

Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.

Se ha adoptado el fósforo con un fundamento de razón, apoyándose en lo siguiente: «El cuerpo humano contiene fósforo en cantidad apreciable; si el análisis químico lo descubre en el cuerpo de la víctima, se podrá decir que es la Naturaleza quien lo ha puesto allí»; pero ¡ay! no nos ha costado tampoco mucho trabajo demostrar la diferencia entre el fósforo natural y el ingerido.

El santo respeto a la jerarquía, heredado de los abuelos e ingerido hasta lo más profundo de su alma por largos siglos de servidumbre, influía en el entusiasmo de estos ciudadanos que hablaban a todas horas de la igualdad. Lo que más halagaba al señor Fermín en sus entusiasmos juveniles, era la categoría social de los jefes revolucionarios.

Esos seres no saben andar, y algunos de ellos no han sabido aprender el arte primordial de llevarse la comida á la boca: se les da de comer, se les ceba, y cuando notan que el alimento ingerido baja al estómago, exhalan ligeros gruñidos de contento.

Caí en el lecho como un tronco derribado, dudoso, en el crepúsculo de mi somnolencia, entre si me derribaban los quebrantos de mi fatigosa jornada de todo el día, o el peso de la balumba de «cosas» que me había ingerido en el cerebro adormilado la inagotable erudición del solariego.