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Y él, satisfecho del papel de hombre serio que le asignaban, reía pocas veces, vestía fúnebremente, sin el menor color disonante sobre sus negras ropas; prefería oír pacientemente cosas que no le importaban a aventurar una opinión, y estaba contento de engordar prematuramente, de que su cráneo se despoblara, brillando con venerable luz bajo las lámparas del salón de sesiones, y de que en el vértice de sus ojos se fuera marcando la pata de gallo de la vejez prematura.

Es cierto que Pereda no rehuye jamás la expresión valiente y pintoresca, por áspera y disonante que en un salón parezca, ni se asusta de la miseria material, ni teme penetrar en la taberna y palpar los andrajos y las llagas; pero basta abrir cualquiera de sus libros para convencerse de que corre por su alma una vena inagotable de pasión fresca, espontánea y humana, y que sabe y siente como pocos todo género de delicadezas morales y literarias, y que acierta a encontrar tesoros de poesía hasta en lo que parece más miserable y abyecto.

Gasendo estuvo muy lejos de pensar esto, porque fué piísimo, de gran candor, y defensor acérrimo de la Religion Christiana; pero el deseo de gloria, el amor á la novedad en un tiempo en que no se tenia por hombre de provecho el que no inventase alguna cosa nueva, fué motivo de su extravío y extravagante resolucion de promover la Filosofía de Epicuro. Lo menos disonante que trabajó fué la Lógica.

Con tales sentimientos ocultos en el seno, don Braulio, aparentemente gustoso y hasta regocijado, llevó a su mujer y a su cuñada a los Jardines a eso de las nueve de la noche. Ambas iban de mantilla, con vestidos de seda obscuros, sin nada chillón ni disonante en colores ni adornos; con una innata elegancia, que se exhalaba como perfume de la misma sencillez y modestia de sus trajes.

Pero donde resulta todavía mas disonante la reunion de estilos de diversas épocas y de opuestos sistemas, es fuera del buque de la nueva catedral, en la sexta nave principal de la antigua mezquita, cortada en una estension de trece naves trasversales para formar el trascoro.

Previo un sordo gruñido de sus intestinos de cobre, soltaba un repique de cien campanillas de timbre agudo y disonante, y luego con voz grave y solemne daba la hora: ¡tón! ¡tón! ¡tón!... Yo, al ver aquellos relojes me decía: Uno para los clientes, el de pesas; otro, el de cristal, para el señor licenciado.