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Al comer, se sentaba el último en la mesa, murmurando el benedicite entre dientes, porque sabía que no habían de rezarlo los demás, y al ir por la noche a recogerse sacaba del bolsillo el rosario, yéndose con él en la mano hacia su cuarto. El primer domingo que pasó en la casa, madrugó más de lo ordinario y estuvo en oración largo rato, pero no salió ni a misa.

Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó: ¡Esto es intolerable, ya! Y dirigiéndose a Pablo: ¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio? No... Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Después del «Benedicite», el dominico preguntó al dueño de casa: ¿Quién se sienta ahora en el trono de España? Felipe II repuso doña Brianda.

Vestía levita negra y raída; en la cabeza, una gorrita, y los días de frío, un gabán viejo con esclavina. Zaldumbide bebía poco o no bebía nada. Era muy religioso. Nunca se sentaba a comer sin rezar antes el Benedicite. Tenía en su camarote una virgen peruana, con dos ramas de romero bendito debajo. Ante esta imagen rezaba con un rosario de cuentas gruesas.

Al llegar á casa, y después de felicitar sinceramente al exclaustrado por su discurso, lo cual no dejó de envanecerle un poquillo por la razón de gastar yo bigote y perilla y ser de la ciudad, nos sentamos alrededor de la mesa que ya estaba preparada, y empezó la comida, previo benedicite del franciscano.