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Imaginábase él que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen.

A ser posible, quisiera burlar a las mujeres sin deshonrarlas ni perderlas, aspirando el perfume sin ajar la flor, bebiendo en el vaso sin empañar el cristal; limitándose a enseñar a sus queridas lo que es amor, sin que luego en brazos ajenos tengan que sonrojarse por lo que hayan aprendido en los suyos.

La inmovilidad del buque los colocaba en una situación algo ridícula: ellas oprimidas en sus vestidos flamantes, con grandes sombreros, sin atreverse a tomar asiento por miedo a ajar las faldas; ellos con el bastón en la mano, sufriendo el tormento del cuello alto entre las demás gentes que conservaban los cómodos trajes de viaje. ¡A saber cuándo podrían desembarcar!... Todos se lamentaban con gestos teatrales de este contratiempo de última hora.

A su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, a su gozo en ajar la vanidad de las amigas, hallaba siempre respetuoso, pero claro correctivo en la palabra del cura, obrando éste tan discretamente, que sus frases podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia.

Su risa triste, sarcástica, temible, semejante en sus labios á la burla de un ángel caído, se encarnizaba en ajar donde quiera que veía las señales de las más generosas facultades del alma humana, el entusiasmo y la pasión. Sentía yo que este extraño espíritu de denigración, tomaba para conmigo un carácter de persecución especial y de verdadera hostilidad.

»Volvime al lado de mi abuelo, entre asustada y risueña; y tras largo, interminable rato de esperar a pie firme, por no ajar la tersura de mis faldas, llegó mi madre con el aspecto y el andar de una matrona romana, ocultando la cruz de sus achaques y los estragos de la edad con el engaño de un cielo de fulgurante pedrería sobre otro caudal de sedas y artificios.

La soledad no le había perjudicado, y el pesar, en vez de ajar su semblante, había impreso en él un sello de gravedad que no le sentaba mal. El hábito de pensar, que su turbulenta ociosidad no conocía, había dotado su mirada de una expresión más profunda y ensanchado su frente.

Los hombres muy satíricos de ordinario tienen desordenadísimo amor propio, y continuamente exercitan la sátira, porque quieren ajar á los demas, y hacerse superiores á todos.