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Esta era la hora de pedirle favores, seguro de alcanzarlos, y esta era la hora también en que Villamelón, arrastrado por un resabio de educación malísima que jamás pudieron quitarle ni su santa madre, ni su dulce esposa, hacía bolitas de miga de pan con la punta de los dedos y las disparaba a las narices de los comensales, con muestras del más cariñoso agasajo y el más tierno regocijo.

Villamelón padre lloraba de gozo, y el conde de Alcudia, que allí se hallaba presente, le aconsejó que emplease para la lactancia de su hijo las veintisiete vacas y cuarenta cabras que servían de amas de cría al hipopótamo parvulito, regalo de Abbás-Pachá, que se criaba en París, en el jardín de las plantas.

Villamelón, con mucha dignidad, replicó al punto: Mira, Curra, en la mesa no discuto... ¿Sabes?... Pero tienes parcialidad por Jacobo y vas a llevarte un chasco muy grande, muy grande... ¿Me entiendes, Curra?... Ese viajito repentino me da mala espina: apuesto a que no va solo.

Los periódicos ministeriales de la tarde guardaban un estudiado silencio sobre la visita de la policía al palacio de Villamelón, como si obedeciesen todos a una misma consigna.

Villamelón no le dejó respirar; apenas si pudo cruzar una cariñosa sonrisa con la dama, un apretón de manos con Martínez, y el impaciente padrino, tirando de él a la rastra, llevóselo por la puerta de la Saleta.

Acudió, pues, Villamelón presuroso, como siempre, a la menor indicación de Currita, envuelto en su fresca bata escocesa, que apenas le pasaba de la cintura; venía con él uno de esos magníficos perrazos de Kamschatka, de un blanco amarillento, que arrastran en su país pesados trineos, y había sido el paje continuo de Currita en una larga temporada en que le pareció muy espiritual hacer grandes excursiones a caballo.

Allí estaba Villamelón, repantigado en una butaca, hablando misteriosamente con el ministro de la Gobernación. Lanzóse el niño a su padre, y echándole los brazos al cuello, le dio dos besos. ¡Hola, caballerito! exclamó Villamelón . ¿Ya de vuelta?... ¡Me alegro!...

¿Mía?... gritó ¿Yo... envidia... de ti? ¿De la Villamelón? ¿De la Vi... lla... me... lo... na? Y se reía con una carcajada en que iban envueltos todos los rencorcillos mujeriles de tiempos atrás almacenados, mientras acentuaba las sílabas de aquel Vi... lla... me... lo... na, que era, por una extraña manía, el mayor insulto que podía hacérsele a Currita.

Ofendióse la altivez de Jacobo con los aires protectores del héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, y quiso declinar fríamente la honra del convite; mas Villamelón le atajó la palabra, diciendo: ¡Nada, nada, nada! ¿Me entiendes?... No admito excusas, Benito; y Curra se ofendería de muerte. ¿Sabes?... Tiene debilidad por la familia, y lo que es por ti, delira.

Diole esto gran importancia a Velarde, y agarrado a las faldas de Currita y a los faldones de Villamelón, fuese introduciendo en todos los salones de la corte, mientras se preparaba a entrar con algún brillante destino en aquel Palacio real que tenía delante, prefiriendo su vanidad y su haraganería la vida aparatosa del palaciego a la vida activa del político.