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Acababa de entrar en el locutorio una monja como de veintiseis á veintiocho años muy morena, con un moreno impuro; casi sin cejas, con los ojos pequeños, redondos y grises, desmesuradamente larga la boca, los pómulos salientes y todas estas partes componiendo un semblante cuadrado, un conjunto desapacible, hostil, antipático; añádase á esto el hábito, la toca cerrada, el velo y la expresión monjuna, bajo la cual se encubría mal la soberbia, y se comprenderá que la madre Misericordia tenía un nombre enteramente contrario á su aspecto, eminentemente antitético con ella misma.

Hoy debería estar alegre: hace meses que no he tenido una tarde igual. He jugado, y mira... ¡mira! Diez y siete mil francos. Había sacado de un bolsillo interior un fajo de billetes azules, arrojándolo sobre la mesa con cierta furia. Llegué á ganar hasta veintiséis mil. Una suerte de amante desesperado, de marido infeliz... Y sin embargo, no estoy contento.

Lope cambiaba sus versos con sus condiscípulos por juguetes y láminas, y a los doce años ya había compuesto dramas y comedias. A los dieciocho publicó su poema de la Arcadia, con pastores por héroes. A los veintiséis iba en un barco de la armada española, cuando el asalto a Inglaterra, y en el viaje escribió varios poemas.

Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habían dado en realidad esos veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frías cenizas: nada fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en suma... La única obra hermosa y útil que podría poner en su activo, era ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado castillos en el aire.

El mismo fin tuvieron veintiséis de sus compañeros neófitos, que lograron la suerte de dar sus vidas en testimonio de aquella fe que poco antes habían empezado á profesar.

Aunque ordinariamente dueño de mismo, Delaberge no supo disimular una viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se había imaginado, veía ante a una mujer joven, de unos veintiséis años, esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido, Delaberge saludó.

Los grandes intereses de Blair requieren inmediata atención, pues hay muchos asuntos ligados estrechamente con ellos que no se pueden abandonar y mientras hablaba, la puerta se abrió de nuevo y penetró una joven de unos veintiséis años, de cabellos obscuros y estatura regular, vestida con un traje negro escotado, algo ostentoso, pero cuyo rostro era más bien vulgar, aun cuando un tanto imponente.

Y el señor de N... mozo de mérito y muy inteligente. ¡Bah! le conté los cabellos y ¡no tenía más que catorce! ¡A los veintiséis años! ¡Ah!... ¿y el pequeño D?... No me gustan los trigueños. Y luego, es una nulidad completa. Una vez casado, querría a su persona, a sus corbatas, a mi dote y nada más. Te concedo todo eso. Pero vuelvo al barón de Le Maltour; ¿qué le reprochas?