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Actualizado: 3 de junio de 2025
El Conde levantó los ojos, y en el palco segundo de frente a la escena... en aquel palco, que era el suyo en otro tiempo, vio... ¡Ah! no se muere de placer ni de sorpresa, puesto que Arturo vive todavía... puesto que tuvo fuerzas y conservó bastante razón para exclamar: ¡Es ella! ¡Es Judit!... Pero al mismo tiempo permaneció inmóvil... sin atreverse a respirar... pues temía despertar de un sueño.
Su padre se vio obligado, bajo coacción, a poner esa desgraciada cláusula en su testamento, lo cual significa que le temía. Si suspiró en voz baja. Usted tiene razón, señor Greenwood. Está absolutamente en lo justo. Ese hombre tenía en sus manos la vida de mi padre.
El era un intelectual, con muchos amigos, y aunque la mayoría de éstos se hallasen fuera de Madrid, temía que alguien le viera cargado con un fardo. Era un escrúpulo egoísta, un deseo de guardar su prestigio de grande hombre desgraciado que se mantiene digno ante la miseria.
El pobre temía no haber procedido con el tacto de un hombre elegante. Para consolarlo puso su mano derecha junto á la boca de él. Conténtese con esto dijo. El italiano besó la mano con entusiasmo, y fueron tan repetidos sus besos, que al fin tuvo ella que retirarla, amenazándole con un dedo para que guardase prudencia.
Se consideraba feliz, y lo era en efecto: no ambicionaba nada y nada temía del día siguiente; envuelto en sus guiñapos, paseaba por los sitios públicos y gozaba del sol, como el que iba arrastrado en carretela; dormía donde le cogía el sueño, tan ricamente como sobre un colchón de plumas; comía cuando tenía hambre y no le faltaban buenos platos de casa grande, y en lo tocante a vicios menudos, llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta provisión abundante de colillas de cigarro.
Pero este triunfo le llenaba de tristeza. ¡Cómo le odiaba la gente! La vega entera alzábase ante él á todas horas, ceñuda y amenazante. Aquello no era vivir. Hasta de día evitaba el abandonar sus campos, rehuyendo el roce con los vecinos. No les temía; pero, como hombre prudente, evitaba las cuestiones con ellos.
Era amigo de Rafael; pensaba llevarlo a casa lo mismo que a Roberto del Campo, y la niña se temía que la tenacidad del antiguo novio detuviera una declaración que tanto esperaba. Llegó la fiesta de San José, que aquel año tuvo para la familia excepcional importancia.
Temía éste con razón, vista la actitud de los de Lorío, que hubiese pronto riña, y persistiendo en su orgulloso retraimiento no quería tomar parte en ella. Se hallaba sentado al lado de Demetria, debajo de uno de los grandes nogales que circundan el campo.
Sí, sentía ella que don Álvaro se infiltraba, se infiltraba en las almas, se filtraba por las piedras; en aquella casa todo se iba llenando de él, temía verle aparecer de pronto, como ante la verja del Parque. «¿Será el demonio quien hace que sucedan estas casualidades?», pensó seriamente Ana, que no era supersticiosa.
Estaba asimismo tan alborotado y fuera de sí por culpa de las encontradas pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que no cabía en el cuarto, y como si brincase o volase, le andaba y recorría todo en tres o cuatro pasos, aunque era grande, por lo cual temía darse de calabazadas contra las paredes.
Palabra del Dia
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