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Actualizado: 4 de octubre de 2025
¡Ya están en el Mediterráneo! exclamó con asombro el telegrafista al terminar su relato . ¿Como han podido llegar hasta aquí?... Ferragut no se atrevió á subir al puente. Tuvo miedo á que las miradas de aquellos hombres de mar se fijasen en él. Creyó que podían leer sus pensamientos. Un vapor de pasajeros acababa de ser echado á pique á una distancia relativamente corta del buque en que iba él.
Ferragut adivinó que el pobre telegrafista deseaba gozar las delicias de dicha tranquilidad. Su compañero de servicio roncaba en un camarote vecino, y él sentía deseos de imitarle, inclinando su cabeza sobre la mesa de los aparatos... «¡Hasta mañana!» También se durmió inmediatamente Ulises, luego de estirarse en la estrecha litera de su camarote.
El aspirante guasón «le había dado el pego» con una amiguita que vivía por allí cerca. Pero como todos los traidores tienen su recompensa, a los pocos meses tronó también con ella. Ahora será ya telegrafista. No, señor; es soldado de caballería. Salió reprobado en los exámenes, ¿sabe uté? y su padre le echó de casa.
Desde su asiento, a través del marco de una ventana, veía también al telegrafista escribiendo con la cabeza baja e interrumpiendo su escritura para escuchar el lenguaje chirriante de los aparatos. Atendía mecánicamente a otros pensamientos perdidos en la noche a una distancia de centenares de millas, y apenas terminada la conversación recuperaba su pluma.
Estaba seguro de que le buscaba á él, trayéndole la más fatal de las noticias. Efectivamente, el telegrafista fué hacia su mesa y le entregó el despacho. Gillespie abrió el sobre con mano temblorosa, buscando inmediatamente la firma del telegrama. ¡Lo que él había pensado!... El despacho iba suscrito por mistress Augusta Haynes.
Le había anunciado que Margaret sólo estaba enferma, para horas después enviarle un segundo telegrama con la terrible noticia de su muerte.... Y el telegrama estaba allí al alcance de su mano. Pero el telegrafista, un jovenzuelo de ojos maliciosos, le miraba sonriente, y se adivinaba en su sonrisa algo que tal vez tenía relación con el despacho.
Y después de leerlo en un silencio entrecortado por su respiración jadeante, empezó á reir. Luego dijo en voz alta, con tono de admiración y regocijo: ¡Oh, las mujeres! ¿Quién podrá nunca luchar con las mujeres? Saludó el telegrafista, asintiendo á estas palabras, y sus ojos parecieron decir: «El gentleman tiene mucha razón.»
En el primer momento Gillespie se sintió tan irritado por esta jovialidad, completamente en desacuerdo con su dolor, que hasta tuvo el propósito de gratificar al joven con un puñetazo entre ambas cejas. Después pensó que el telegrafista estaba enterado indudablemente de lo que contenía el sobre, y era inverosímil que entregase sonriendo una noticia de muerte.
Desde el pajar de una casa, donde les escondió una buena mujer, vieron fusilar a un telegrafista. ¡Figúrate la impresión que sufrirían! Crueldades tan inútiles y sanguinarias como ésta, se cometen aquí muchas: en Madrid no tenéis idea de lo que es la guerra.
El botánico le pone un mote; el matemático le da ciertas dimensiones, en relación con la circunferencia del ecuador, ¡atiza!; el arquitecto lo considera como una viga maestra; el ingeniero naval, como una cuaderna o un mástil; el telegrafista, como un poste de telégrafos; el economista, como un valor cotizable; el ingeniero agrónomo, como un orden de cultivo; el médico, como una especie terapéutica; el químico, como una retorta en cuyo seno se efectúan ciertas reacciones; el biólogo, poco menos que como una persona; y así sucesivamente.
Palabra del Dia
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