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Actualizado: 5 de julio de 2025
La tierra pareció sonreír bajo su húmeda máscara. Los charcos de lluvia brillaron con temblones reflejos, como si se poblasen de peces de fuego; los caseríos rojos y blancos surgieron como vigorosas pinceladas en los cerros de verde obscuro que limitaban el horizonte. La torre de Santa Cruz parecía una llama recta sobre los tejados de Madrid.
Por el ancho hueco de la ventana se veían torres, veletas, campanarios, las masas rojizas y las líneas quebradas de los tejados vecinos, y dominándolo todo, el cielo azul radiante de esplendorosa claridad. Un rayo de sol venía a juguetear sobre los ladrillos del piso haciendo dibujos luminosos. Don Juan pensó llegar a una casa de burgueses ricos y estaba rodeado de pobreza.
La ciudad ya próxima comenzó a surgir. Su visión se dilató. Bóvedas y torrecillas paralelas crecían, parecían moverse, lentamente, hacia el vuelo jadeante del tren. Algunas casuchas del suburbio, como emboscadas junto a la vía, asomaban rápidamente, y cada una, al pasar, parecía volcarse en la penumbra. El tren corría a la altura de los tejados ceñidos contra el paso a nivel.
Allí estaban los héroes de las antiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral.
Pues la psicología de estas mujeres podría acaso servir para explicar la de ese alemán que con una rosa entre las páginas de un libro de versos se iba, tiernamente, a arrojar bombas de cuarenta kilos sobre los tejados de París... Ahora, mientras Alemania se desmorona, Berlín arde en fiestas. ¿Depravación? Nada de eso.
Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera.
Nuestros pasos resonaban profundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del día que comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los faroles que aún se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejados algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha.
En una habitación de las Claverías sonaba un martillo con repiqueteo incesante. Era el de un zapatero que Gabriel había visto, al través de los vidrios de una ventana, encorvado ante su mesilla. En el pedazo de cielo encuadrado por los tejados volaban algunos palomos, moviendo sus blancas alas como si bogasen en un lago de intenso azul.
Marcábase en la ancha calle de Bravo Murillo la interminable hilera de postes eléctricos: una fila de cruces blancas flanqueadas de arbolillos, y en el fondo, sumido en una hondonada, Madrid envuelto en la bruma del despertar, con los tejados a ras del suelo y sobre ellos la roja torre de Santa Cruz con su blanca corona.
Tal vez les habían indicado un vado ó una barca olvidada para salvar el Marne, y continuaban su retroceso hacia el río. De un momento á otro, los alemanes iban á entrar en Villeblanche. Transcurrió media hora de profundo silencio. El pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y un gallo de hierro.
Palabra del Dia
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