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Cuando empezaba á soplar por el ventanillo la brisa del alba cayó lentamente en un sueño pesado, un sueño embrutecedor, igual al de los condenados á muerte ó al que precede á una mañana de desafío.

Respírase en estas escenas un aire puro y fresco, un céfiro que parece soplar de los incomparables valles del Sil y del Genil; todos los encantos del cielo meridional, y de una naturaleza tan grandiosa como bella, parece que se extienden sobre ellos.

Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.

Si deben salir músicos, es obra de romanos encontrarlos; porque es cosa degradante soplar en un serpentón, o dar porrazos a un pergamino a la vista del público; cuando van por la calle o de casa en casa, entonces nadie los ve.

Ademas de esto, hay el gran riesgo de acercarse á la costa, ó dar fondo sobre ella para esperar á que cresca el agua, pues entretanto puede soplar el viento de travesía, y naufragar cualquiera embarcacion.

En esta travesía hay que ir provistos de todo, no solo por lo larga y pesada, sino que también por las peripecias á que da lugar lo inseguro de las imprevistas tufadas que repentinamente suelen soplar. Toda la playa está deshabitada, pues á excepción de los pequeños caseríos de Cabuluan é Hingoso, apenas se ve alguna que otra miserable choza.

Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre, producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas veces, riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen herméticamente cerradas las ventanas.

Comienza a soplar un Norte muy desapacible; las hojas secas, arrebatadas de los árboles, forman en el suelo ruidosos remolinos de oro. Ella se muestra más indiferente que nunca. El viento, al agitar su falda, le pega la tela a las piernas, modelando indiscretamente sus formas y dejando al descubierto los pies. Diez o doce minutos de paseo. Una turbonada; aquello se hace insoportable.

Era aquel señor alto, seco, aguileño, bajo de color, de edad de cincuenta años, poco más o menos, pelo ralo y entrecano, cejas espesas, las mejillas cuidadosamente rasuradas, dejando solamente debajo de la nariz un exiguo bigote, que cada día iba siendo más exiguo merced a los trabajos invasores que por entrambos lados llevaba a cabo la navaja: la expresión de su rostro, severa e imponente, a lo cual ayudaban en no pequeña parte aquellas cejas pobladas que el buen caballero había recibido del cielo, y que solía arquear y extender en la conversación de un modo prodigioso; y en mayor porción todavía cierta manera extraordinaria de hinchar los carrillos y soplar el aire lenta y suavemente, que infundía en el interlocutor respeto y veneración.

Según avanzaba hacia El Moral, las cualidades marineras de la brisa fueron sobrepujando a las terrestres: se hizo más intensa, llegando hasta soplar con violencia en algunos parajes, cuando las falúas pasaban frente a alguna cañada formada por las colinas o lomas que cerraban la cuenca de la ría.