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Actualizado: 28 de junio de 2025


Las tardes, sobre todo, las dedicaba enteras a don Mariano y su hija, saliendo con ellos de paseo cuando hacía buen tiempo, y permaneciendo en casa cuando llovía. Algunas veces iba también por la mañana y entonces don Mariano solía invitarle a comer.

Como Shakspeare, como Molière y Lope de Rueda, él mismo representaba sus obras en la escena, reservándose los papeles de característico, a causa de la curvatura del espinazo. En este caso solía sacar una voz engolada y tremante que causaba honda emoción en sus convecinos. Los títulos de ellas tenían un sello de originalidad que recordaba bastante los del inmortal dramaturgo inglés.

Por consiguiente, el organista hacía muy bien en declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solía alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto.

Aunque Morsamor disimulaba su disgusto, que solía rayar a veces en repugnancia, donna Olimpia, era muy avisada y no dejó de conocerle; pero donna Olimpia era muy soberbia y no se dio por entendida ni formuló la menor queja.

Solía volver a sus novelas de la hora de dormirse la imagen de la Regenta, y entablaba con ella, o con otras damas no menos guapas, diálogos muy sabrosos en que ponía el ingenio femenil en lucha con el serio y varonil ingenio suyo; y entre estos dimes y diretes en que todo era espiritualismo y, a lo sumo, vagas promesas de futuros favores, le iba entrando el sueño al arqueólogo, y la lógica se hacía disparatada, y hasta el sentido moral se pervertía y se desplomaba la fortaleza de aquel miedo que poco antes salvara al doctor en teología.

Hay que advertir que Tristán sentía particular predilección por esta metáfora de la venda y que solía emplearla con bastante frecuencia. En cuanto cualquier persona de su conocimiento no satisfacía todas sus pretensiones y hasta sus caprichos, era sabido, «le caía la venda de los ojos».

Antonio Santaló era un muchacho cordobés que iba a verme al café y a quien solía encontrar, como una sombra, en la Puerta del Sol, muy de madrugada, a esa hora terrible de los que no tienen un puñadito roñoso de calderilla para ir a dormir a casa de Han de Islandia o a los sótanos de la Peña de Francia, los hoteles de cincuenta céntimos, donde se guarecen los buscones, los poetas pobres y los rateros.

Alimentábase de frutas en los bosques donde se solía internar cuando de lejos descubría el uniforme de la Guardia Civil, uniforme que le recordaba el orígen de todas sus desdichas.

Andaba con dificultad, pronunciaba torpemente algunas palabras, y el órgano de la visión había vuelto a sus antiguas mañas, alterando y coloreando de un modo extraño los objetos. ¡Qué lástima, estropearse así cuando iba tan bien de la vista, que determinó concluir la obra de pelo, de la cual faltaba muy poco! «Nada, nada solía decir , si esta gran infamia prevalece, yo me muero».

Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se decía con gozo infantil.

Palabra del Dia

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