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Actualizado: 30 de abril de 2025
El capataz afirmaba, con cierto orgullo, que su ahijado tenía carne de perro. A otro lo hubiesen hecho polvo con un balazo así: ¡pero, balitas a él, que era el mozo más valiente del campo de Jerez!... Cuando el herido abandonó la cama, acompañábale María de la Luz en sus vacilantes paseos por la explanada y los senderos inmediatos.
El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los enrojecía y los coloreaba con un tono de cobre. Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que corría junto a las aguas claras del Ibaya.
Discutía y luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderoso que cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces a algunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabeza descubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con el olfato y maña de un montañés.
Los tupidos jarales contorneados por senderos tortuosos parecían arriates de rosales centenarios. La tierra era blanca, de una blancura de leche; los árboles formaban bóvedas de negro enrejado, por cuyos espacios libres asomaban los planetas sus ojos parpadeantes.
Te dejo este bolsillo, igualmente que mis gracias, no hay que rehusarle ... esta recompensa te es debida ... no me sigas ... conozco mi camino, no tengo que atravesar los senderos peligrosos de la montana; lo repito otra vez, no quiero que se me siga.
El mozo aún conservaba sus amistades con los antiguos camaradas de contrabando, y él le llevaría por los senderos extraviados de la sierra hasta Gibraltar. Allí podía embarcarse para cualquier punto: el mundo es grande.
Y blandía el librote con fingida cólera. Eché a correr y me refugié en el bosque vecino, un lindo bosque de senderos tortuosos y sombríos, en los que me interné con gran necesidad de estar sola. Aquella prisa por casarme me entristecía. A pesar de toda la bondad de mi padre, temo que mi vida, bruscamente incrustada en la suya, sea para él un estorbo y una carga dura de soportar.
En efecto; a medida que el día avanzaba se veían más grupos de personas que venían por los distintos senderos de la sierra. En el valle había varios centenares de hombres reunidos: leñadores, carboneros, almadieros, sin contar las mujeres ni los niños.
«El balcón era el de Anita». El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja de Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada, y haciendo escala de unos restos de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.
Escribir la crónica de sus hazañas, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que encontraba el viajante por los senderos, algún techo carbonizado, algún hombre sepultado en presidio para toda su vida, podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.
Palabra del Dia
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