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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Estaban cerradas todas las puertas; el gabinete envuelto en las tintas pálidas del ocaso; los brillos de las sedas y el relucir de los metales amortiguados por la creciente sombra; la luz escasa parecía aumentar las distancias robando la forma a los objetos, y la mancha negra del ropaje del cura junto a la esbelta figura de Margarita, parecía absorber toda la claridad que penetraba por el ancho hueco del balcón.
Casi más lastimoso era el espectáculo de la alcoba matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a la Fábrica no permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando tristemente a lo largo de la palmatoria de latón veteada de cardenillo; la palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y grasienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas, presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas gozó.
Los apuestos caballeros, vestidos de brillantes sedas, salían al coso, jinetes en sus corceles, para alancear la bestia o rejonearla ante los ojos de las damas. Si el toro llegaba a desmontarlos, tiraban de la espada, y con ayuda de los lacayos daban muerte a la bestia, hiriéndola donde podían, sin ajustarse a regla alguna.
Era, sí, ambiciosa y amiga del lujo y de las galas; y si bien no la atormentaban la envidia ni el despecho al ver a otras mujeres, menos bonitas y menos distinguidas por naturaleza, lucir joyas, sedas y encajes, ir en coche y circundarse de la resplandeciente aureola que ofrece el lujo a la hermosura, anhelaba gozar de todo esto, y no acertaba a ocultarlo a su marido.
Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombros desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de sedas y airoso ondear de rizadas plumas.
Su traje de trabajo, de satín de oro con botones que eran flores de perlas; su apasionado amor por los suntuosos colores, las telas que se extendían como olas de luz en su gabinete de trabajo, los terciopelos y las sedas con reflejos de incendio desparramados sobre los muebles y las mesas sin ninguna utilidad, sin otro fin que su belleza, para animarle los ojos con el acicate de sus matices.
Las atenciones de la de Oreve ganaban a sus ojos con estar adornadas de alhajas, de sedas y de encajes y hasta su título de Marquesa tenía como un perfume de polvos «a la maréchale» que le hacían retroceder un siglo, lo que gustaba a su imaginación curiosa del pasado.
No había posibilidad de hacerla pensar más que en sus vestidos, en sus perfumes, en sus cintajos. ¡Qué vida la que le había hecho llevar en Madrid los tres meses que allí habían estado! No salían de los comercios de sedas, de las joyerías, de casa de la modista. Por las noches, infaliblemente al teatro.
Porque la carne perfumada y blanca, entre las sedas, el oropel y tanta bella mentira, tiene un magnetismo irresistible. Esta orquesta femenina a veces ejecuta cosas agradables; otras, adula al público tocando lo que está al alcance de su menguada cultura artística. Tal vez los violines cantan la frase de tanto éxito de El anillo de hierro: «Ven, Rodolfo, ven, por Dios.»
Desde lo alto de los retablos churriguerescos, las estatuas de talla, troncos convertidos en santos por el arte, parecían mirar con lástima a la gente arrodillada, cuya apretada masa promovía ruidos en que se mezclaban el caer de las sillas, el crujir de las sedas, la plegaria de unos y el refunfuño de otros. Ya se había rezado el Rosario.
Palabra del Dia
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