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Cada cual se comía una yema de chocolate, y después tomaron otra de coco. Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora se secreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolo va también con ellos». v Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se habían hecho muy amigas.

Salió paso a paso a la sala, deseosa de sorprender aquel secreteo. Fortunata entró, pálida como un cirio y con ojos aterrados; mas doña Lupe no le dijo nada. La vio que avanzaba hacia el gabinete, que daba algunos pasos hacia la alcoba deteniéndose en la puerta, y que desde allí alargaba el cuerpo para mirar a su marido. ¿Por qué no entró? ¿Qué temor la detenía?

Tal entrar y salir de gentes apresuradas, tanto secreteo en los rincones, la inquietud que en los semblantes se retrata, todo hace creer al transeunte curioso que en aquella casa tan grande, que quiere ser palacio, hay un enfermo grave que se muere por momentos. Por eso, las consultas de médicos se multiplican y aparecen los parientes y amigos contristados.

Había rogado a Oliverio que me aguardase haciéndole ver que debía reparar la falta de haber llegado tan tarde. Buena o mala, esta razón, acerca de la cual no podía abrigar sospecha de engaño, pareció decidirle. Estábamos frente a frente, en una de esas rachas de secreteo que hacía de nuestra amistad siempre clarividente, la cosa más desigual y más rara.

Soltó el traje de repente, llegóse a su marido, y le pasó un brazo alrededor del cuello, escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que había tenido que abrazarle; y allí, en una especie de murmullo o secreteo dulcísimo, acabó la frase interrumpida.

Por esto, la monja que estaba de guardia pasaba revista a los dormitorios a diferentes horas de la noche, y como sorprendiese murmullos de secreteo, imponía severísimos castigos. Los trabajos eran diversos y en ocasiones rudos. Ponían las maestras especial cuidado en desbastar aquellas naturalezas enviciadas o fogosas, mortificando las carnes y ennobleciendo los espíritus con el cansancio.

Por eso me gusta tanto viajar... Con el ruido del tren, no oigo el mío». Hubo un momento de silencio y tristeza en la mesa; pero aquello pasó, y siguieron charlando. Jacinta observaba que alguien le hacía telégrafos desde la puerta, alzando un poco el cortinón. Salió: era Guillermina. «No, yo no paso. Tengo que irme al momento a la obra le dijo con secreteo . Vengo para encargarte que le hables.