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Actualizado: 12 de mayo de 2025
El día en que «unos señores» dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta entonces había sido un muchacho con sayas.
Vuelvo a mi peregrinación a través de las calles. Pasan labriegos con sus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, de tarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza, abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza el umbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre los hombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca y tiende su mano suplicante.
Por las pendientes que desaparecían girando según avanzaban los vagones, había aldeanas tiesas en medio de sus rebaños, vestidas con sayas coloradas y corpiños de terciopelo, y los árboles eran tan verdes en derredor suyo, que parecía todo aquello una pastorela sacada de una de esas cajitas de abeto, que tan bien huelen a resina y a pino, de los bosques del Norte.
Los transeúntes cruzaban por la acera muy de prisa, armados de paraguas e impermeables, chapalateando sobre el fango, que salpicaba las sayas remangadas de las mujeres, los pantalones recogidos o las altas botas de los hombres.
Los estudiantes habían improvisado manteos con sayas negras, y tricornios de cartón con cuchara y tenedor de palo cruzados, completaban el avío; los grumetes tenían sencillos trajes de lienzo blanco y cuellos azules; en cuanto a la comparsa de señores, había en ella un poco de todo; guantes sucios, sombreros ajados, vestidos de baile ya marchitos, mucho abanico, y antifaces de terciopelo.
Le quería dar un beso. Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.
Vestía los huecos y floreados guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendas de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estrado, sentadas en el suelo y con las piernas cruzadas, estaban unas cuantas negras con sayas de blancura deslumbradora.
Los palos que sostenían los sombrajos estaban unidos por cuerdas, y pendientes de ellas se balanceaban uniformes de soldados, viejas levitas, pantalones roídos por el roce, sobrefaldas de gasa que habían sido de moda treinta años antes, sayas que olían a humedad y a polvo, delatando el olvido en los cofres de algún desván.
Palabra del Dia
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