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Y dicho esto, saludó profundamente y salió. El abogado se quedó inmóvil en su sitio, con la mirada atónita.

Casi, casi puede un hombre ser desgraciado, por tener el consuelo de verse rodeado de tantas almas buenas. Reciban todos mi saludo y mi agradecimiento; si me muero, como en señal de despedida; si vivo, como en señal de testimonio.

Al entrar en él, un grupo de hombres, entre los que estaba mi tío Ramón, saludó a mi compañera con lisonjas y elogios. Blanca se detuvo. ¡Ah! papá ¿qué haces?... y dirigiéndose a los demás, les estrechó francamente la mano, mientras yo hacía una reverencia.

Antes de que ella hubiera asegurado la puntería, saludó graciosamente y gritó: «¡No puedo matar a la que he besado!» y sin que Antonieta o yo pudiéramos impedírselo, apoyó la mano sobre la barandilla del puente y saltó ligeramente al foso.

Era Martínez, el teniente de la Legión extranjera, que le saludaba con cierta timidez, pero satisfecho al mismo tiempo de que sus compañeros le viesen en buenas relaciones con un personaje famoso del que tanto se hablaba en la Costa Azul. Miguel devolvió el saludo maquinalmente y siguió adelante. Este momento quedó fijo en su memoria para toda la vida.

El espada saludó ante el palco abriendo los brazos con el estoque y la muleta, mientras las manos de doña Sol, enguantadas de blanco, chocaban con la fiebre del aplauso. Luego, un objeto rodó de espectador en espectador desde el palco hasta la barrera.

Luego, en el lado opuesto, dio el mismo consejo con voz queda y ojos relucientes de entusiasmo. «A los pies, compañero. Tírele a los pies, y le mete la bala en la barriga. Yo algo de esto...» Los dos le agradecieron su bondadosa indicación con un leve saludo.

El profundo respeto con que le saludó hizo que la reconociese: la hija del jardinero. Pero al mismo tiempo le miraba hipócritamente, con una curiosidad mal disimulada, como si sus pupilas estableciesen una separación entre el amo venerado por sus padres y el buen mozo al que adoraban las mujeres y del que había oído contar tantas cosas.

A pesar de que el día era festivo, los buques anclados en él empezaron á hacer funcionar los aparatos mugidores que usaban en los días de niebla, dedicando al gigante un saludo ensordecedor. En los navíos de la escuadra del Sol Naciente, las tripulaciones, formadas sobre las cubiertas, agitaron sus gorros, aclamándole.

D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron: ¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós! El viejo seductor saludó visiblemente molestado.