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Actualizado: 10 de julio de 2025
Rosita, a quien el Conde se lo confiaba todo, quiso no pocas veces averiguar, en secreto y para ella sola, la verdad del caso. El Conde negó a Rosita que hubiese caso alguno que redundase en daño de don Braulio, y mostró enojo de que ella creyese que le había, y le suplicó, y hasta le exigió, que disipase tan absurdos rumores.
Una jaqueca le cuesta a Rosita prosiguió don Modesto. Su excelencia suplica al señor comandante que se sirva pasar a su habitación dijo entonces un criado.
Don Braulio, según sus quehaceres o su humor, iba o no iba con su mujer y su cuñada a estas diversiones y fiestas, a las que Rosita tenía buen cuidado de convidarle siempre. Pasaron meses desde la noche en que por vez primera habían aparecido en la tertulia de la Condesa don Braulio, su mujer y su cuñada. Todas las prudentes reflexiones de don Braulio a su mujer habían sido inútiles.
En suma: ya con la tolerancia, ya con el beneplácito de don Braulio, doña Beatriz e Inesita, desde aquella noche en adelante, siguieron yendo con frecuencia a la tertulia de la Condesa de San Teódulo y siendo su más preciado ornato y atractivo. Rosita, además, las llevaba a veces en su compañía, ya al teatro, ya a los Jardines, ya al paseo, ya a comer en su casa.
Rosita sacó la guitarra y cantó algunas canciones, acompañándose con ella, y luego, como en honor de Martín, entonó un zortzico con letra castellana, que comenzaba así: Aunque la oración suene Yo no me voy de aquí; La del pañuelo rojo Loco me ha vuelto a mí. Y el estribillo de la canción era: Aufa que el campanero La oración va a tocar, Aufa que yo te quiero Maitia, maitia, ven acá.
Cuando ésta se fue a misa con Rosita, advertí que el señor se daba gran prisa por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte.
Aplaudieron todos que al fin se hubiera humanado la maestra y aplaudieron más aún que, en virtud de nuevas declaraciones y promesas de Currito, se reconociese y se proclamase allí la autonomía de Rosita y de doña Marcela. Para solemnizarla, ambas niñas bailaron unas sevillanas con notable garbo y maestría.
Y Rosita quería tanto al Conde, que por nada del mundo le hubiera causado el pesar de darse por entendida con Beatriz de que sospechaba o sabía lo que, a su ver, pasaba. Doña Beatriz, por consiguiente, podía imaginar, o imaginaba sin duda, que nadie sospechaba de ella.
Pero luego se olvidaba con la conversación. Doña Pepita dijo que su hija había tenido el capricho de aprender la guitarra é incitó a Rosita para que cantara. Sí, canta dijeron las demás muchachas. Sí, cante usted añadió Zalacaín.
Entre tanto, cumpliendo con el refrán de «Niño no tenemos, y nombre le ponemos», habían cavilado mucho y disputado más los Condes sobre el nombre que había de tener el marquesado. Convenían los dos en que el nombre había de ser el de alguna finca rústica que ellos poseyesen; pero, por desgracia, los de las fincas del marido de Rosita eran imposibles.
Palabra del Dia
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