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El hijo miraba con una curiosidad malévola la cabeza temblorosa y cana de la madre; recordaba las cosas insensatas que le decía en el camino, y pensaba que estaba loca; que abajo, en los aposentos cerrados, había locos; que su hermano, que acababa de morir, estaba también loco, y no paraba de inventar historias ridículas, viendo enemigos por todas partes, figurándose que se le perseguía a cada paso. ¡El pobre desgraciado se imaginaba tener enemigos! ¿Qué hubiera dicho si, en efecto, los hubiera tenido como él, el escritor, reales, poderosos, implacables, infatigables, que no retrocedían ante la calumnia y la denuncia?

En la soledad, al recordar a Tónica, avergonzábase como el que ha cometido una acción punible; las palabras intencionadas que había deslizado en la conversación martilleábanle después los oídos, y tan pronto las consideraba ridículas como exageradamente audaces. ¡Dios mío...! ¡Qué dirá de esa chica!

Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos que seguían conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. El clero catedral prefería visitar a la Marquesa de día. A los escrupulosos se les llamaba hipócritas y adelante.

Estaba al tanto de los progresos científicos, y sin pedantería ni vanidades, así, como quien no quiere la cosa, discurría como un sabio, de Filosofía y de ciencias físicas y naturales, dando innumerables muestras de su claro talento y de su copiosa erudición. ¡Buenos ratos me pasé oyéndole hablar de religión! ¡Qué mansedumbre! ¡Qué dulzura! ¡Nada de vanos escrúpulos ni de ridículas gazmoñerías!

En no pocos casos hubo de negarse rotundamente á las que ella consideraba burlas más que pruebas de amor. La verdad es que Carmen estaba formada de una pasta muy distinta de la de su novio. Por su natural era poco á propósito para sondear las profundidades más ó menos ridículas y extravagantes, pero siempre espirituales, del carácter de Octavio.

En cuanto a esas aspiraciones a sangre noble que están tan propagadas entre los españoles, es observación que no carece de fundamento, porque es cierto que este pueblo tiene orgullo y propensiones delicadas y distinguidas; pero no deben confundirse estos rasgos de carácter nacional con las ridículas afectaciones nobiliarias que hemos visto en tiempos modernos.

Asi lo confiesa Hume que negaba con Berkeley la existencia de los cuerpos: «Yo como, dice, juego al chaquete, hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y cuando despues de dos ó tres horas de diversion vuelvo á estas especulaciones, me parecen tan frias, tan violentas, tan ridiculas, que no tengo valor para continuarlas.

Crueldad ésta que apreciarán en toda su cálida simpatía, los hombres que están enamorados de una sombra o no. Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de María Elvira. , compañero me dice. Libre de veladas ridículas, de amores cerebrales, y ceños fruncidos... ¿Se acuerda?

Hablaba con un entusiasmo, con una unción, de su adorada, que daba pena el considerar lo engañado que aquel hombre vivía; digo, daría pena a cualquiera que no estuviese, como yo, profunda y vivamente llagado por el desprecio de otra pérfida. Ruborizado como un colegial y tembloroso, volvió a hacerme por centésima vez confidente de unas niñerías que nunca me parecieron tan ridículas como entonces.

Y en cuanto á las imitaciones de capillas, de iglesias góticas tan incómodas para vivienda, dejemos á un lado esas monadas ridículas.