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Actualizado: 11 de octubre de 2025


Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo. No ha almorzado usted, Lucía recordó de pronto Artegui, levantándose . Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí. ¿Y usted, Don Ignacio? Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora. Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?

No se infiere, con todo, de la aceptación de la doctrina del transformismo, la seguridad de que ha de aparecer el super-hombre el día menos pensado. Lo más que podrá inferirse será la posibilidad algo remota de dicha aparición. Por lo pronto, el super-hombre no se ve venir.

En nuestra tierra nativa, ya en alguna remota aldea, ó en el vasto Londres, ó seguramente, en Alemania, en Francia, en Italia, te hallarás lejos del poder y conocimiento de ese hombre. ¿Y qué tienes que ver con todos estos hombres de corazón de hierro ni con sus opiniones? Ellos han mantenido en abyecta servidumbre, demasiado tiempo, lo que en hay de mejor y de más noble.

En el siglo X, ó tal vez antes, se había ya extendido por el Asia occidental y había penetrado hasta el Egipto mismo un poderoso rival del papiro que había pronto de vencerle y dar con él por tierra. Era este rival el papel de trapo. A lo que parece, el papel se conocía y usaba en China desde la edad más remota. Los árabes le importaron en Occidente.

Repetiré aquí lo que me parece fuera de duda que, delante de cada nombre de número, en una época remota, se ponía la partícula enunciativa sa, cuyos rastros vemos en anim. Tenemos por consiguiente que considerar solamente nim al buscar el origen de la voz que denomina la cifra seis en tagalog.

Y don Guillén quedó con ojos vacantes, como dicen los ingleses, tan expresivamente; con ojos vacíos, ciego para las cosas ambientes, y acaso enfilando una perspectiva interior y remota de recuerdos inmóviles.

Y movido allí por el genio o espíritu que interiormente le agita, pronuncia un sermón elocuentísimo lleno de amor de Dios y del prójimo, que deleita y conmueve a la muchedumbre devota, la cual no ve ni sospecha la menor herejía, y que ofende e indigna a los canónigos del cabildo. ¿Ha surgido acaso en la remota ciudad donde ocurren estos sucesos un flamante reformador de la Iglesia: un Savonarola, cuando no un Lutero?

La Muy Noble, Fidelísima, Heroica, Vencedora y Excelentísima Ciudad de Teruel, que cuenta unos once mil, cuatrocientos treinta y dos habitantes, ha usado desde la mas remota antigüedad un escudo de armas consistente en dos cuarteles ovalados entre banderas del pabellón Nacional, conteniendo el primero las barras de Aragón en campo rojo; y el segundo en campo azul, el toro y la estrella que simbolizan la localidad, estando enlazados y sostenidos por un murciélago, emblema de la gran parte que tomaron los hijos de Teruel en la conquista de Valencia por el rey D. Jaime de Aragón, y con corona ducal; y por servicios distinguidos en todos tiempos defendiendo con tesón y denuedo la causa de la patria, y por haber resistido Teruel el sitio que la puso el brigadier Enna a fines de Junio de 1843, a pesar de la gran constancia y valor con que la atacaron las tropas sitiadoras, el gobierno provisional de la Nación por decreto de 11 de Setiembre de 1843, concedió a su Ayuntamiento el tratamiento de Excelencia, y el añadir a sus armas un nuevo cuartel en campo rojo, con un cañón y un obús cruzados, y en su centro una pila de balas como emblema del ataque sufrido y de la victoria conseguida, confirmando a la ciudad los títulos que de tiempo inmemorial goza de Muy Noble, Fidelísima, Heroica y Vencedora.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas. «¡Pobrecito! exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del Pituso era todo agujeros.

Palabra del Dia

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