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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Al conocerse esta fuga al día siguiente, 27 de Marzo, produjóse en la ciudad el consiguiente escándalo, viniendo á levantarse un rumor, que fué tomando cuerpo, y el cual era que el Alcaide, D. Juan de la Cruz, no fué tan sorprendido como parecía con aquella fuga, y que para dejarse atropellar había recibido de antemano más de una reluciente moneda de oro.

De una de estas tapias sale un brazo de agua sonora y reluciente, que con su eterno murmullo presta no qué plácida melancolía á aquel sosegado recinto. La hiedra y el agua, con su perdurable existencia, parecían encargadas de perpetuar las huérfanas memorias de tantas grandezas extinguidas.

Mañana y tarde, Pez vestía de la misma manera, con levita cerrada de paño, pantalón que parecía estrenado el mismo día y chistera reluciente, sin que este esmero pareciese afectado ni revelara esfuerzo o molestia en él. Así como en los grandes estilistas la excesiva lima parece naturalidad fácil, en él la corrección era como un desgaire bien aprendido.

Los troncos de los carruajes particulares eran arrastrados por yeguas y caballos de raza, de pelo satinado y reluciente, con cocheros más correctos que los del tiempo de Alejandro.

Digo, pues, que a D. León no se le conocieron en la vida más que un par de botas, unos pantalones de color de ceniza muy sufridos, una levita y un enorme sombrero de copa, todo ello tan limpio, tan planchado y reluciente que siempre pareció que acababa de salir de la tienda.

El acto comenzaba por un preludio de la orquesta, dignamente dirigida por el señor Anselmo, ebanista de la villa. Había otros cuatro o cinco muchachos aprendices, que acompañaban. El señor Anselmo, en vez de batuta, tenía en la mano para dirigir una enorme llave reluciente, que era la de su taller. El preludio era muy triste y temeroso; como que estábamos en el infierno.

Eran tales las sensaciones que experimentaba el mísero don Pablo Aquiles, que cada palabra de la hermana era una gota de aceite hirviente que le caía sobre la piel; se quitó el sombrero y el abrigo, dejó el bastón sobre la mesa, volvió a sentarse y a levantarse, paseaba, se detenía a escuchar a misia Casilda, hizo ademán de subir a las habitaciones altas, para ahogar al calaverilla del hijo; pero se contenía y se sentaba otra vez, atusándose el bigote, mordiéndose los labios, palmeándose la calva reluciente.

Y cuando están así ¿qué hombre puede contener de los ojos una lágrima? ¿Quién no se acuerda de los tristes seres que mueren de nostalgia? ¿Qué se perdió en el seno del vacío? ¿que inquieren sus miradas? ¿mira, acaso, a las aves que se esconden del calor en las ramas? ¿Por la escala de luz de un rayo de oro retorna quizás su alma al paraíso reluciente y bello, su prístina morada?

Palabra del Dia

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