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Actualizado: 23 de septiembre de 2025


Estos vagabundos se mantenían de sus versos, y en plena vida rural, llevaban la existencia independiente de fiera miseria y alegre parasitismo de los artistas de la bohemia en las grandes ciudades. Aresti admiraba la sencilla fe de aquel pueblo niño que reía las gracias de los versolaris y admiraba sus chistes inocentes, incapaces de producir la más leve impresión en un hombre de la ciudad.

Guiñaba los ojos maliciosamente y reía como un fauno viejo, dándole con el codo a Rafael, que le escuchaba absorto. ¿Pero se queda aquí? preguntó el joven. ¿Acostumbrada a correr el mundo, le gusta este rincón? Nada se sabe de eso contestó don Andrés; ni el mismo Cupido pudo averiguarlo. Estará hasta que se canse. Y para aburrirse menos se ha traído la casa encima como el caracol.

Dice que con la herencia que él le dejará, para nada necesita la carrera; quiere hacer de él un hombre a la moda, y quién sabe si tendrá pensado casarle por lo menos con la princesa de Asturias.... Y reía al decir esto con una risa misericordiosa, como si se sintiera elevado por encima de todas las miserias.

Estaba pálido, con una palidez sudorosa semejante a la de los enfermos; pero reía, satisfecho de vivir y de marchar hacia el público, adoptando su nueva actitud con la facilidad instintiva del que necesita un gesto para mostrarse ante la muchedumbre.

Su corazón estaba herido por el desengaño triste que le había dado la violenta resolución de su hija, y por el no más alegre que le costaba la mitad de su fortuna. Doña Juana estaba hecha una simple, y tan pronto reía como lloraba. Arturo y Julieta eran, en cambio, completamente felices en aquellos momentos. Pero ¿qué novios no lo fueron el día de la boda y aun algunos después?

Mas ella se reía mucho, porque como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír.

Una pálida doncella que, según algunos, era la monja renegada de que se hablaba en Toledo, escuchaba los insultos de la muchedumbre con infantil expresión de curiosidad y de ternura. A veces, apoyándose en el hombro del religioso y echando la cabeza hacia atrás, reía gozosamente, como una ebria.

Parecía que don Serapio y él habían trabado un pugilato tremendo, un duelo a muerte, cuyas estrepitosas consecuencias recaían sobre las orejas de los fieles. Pero el órgano se reía con todo descaro del fabricante.

Mientras la conducían se les soltó la risa, lo que les obligó más de una vez a dejarla en el suelo. El joven, con los esfuerzos, se ponía muy colorado, y esto hacía reír de tal modo a la niña que le privaba en absoluto de las fuerzas. Reía pocas veces, mas cuando se le soltaba la llave no había quien la atajase.

Palabra del Dia

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