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Actualizado: 12 de junio de 2025


Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que llaman del medio. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los colorines ó reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.

Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delante de él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes al parecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído y seguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando cuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la conversación de los que venían detrás.

Los deudores le contestaban altivamente, alegando la miseria como un derecho para no sufrir su avaricia; sus órdenes imperiosas tardaban en ser ejecutadas, y tenía la percepción clara de que al andar por el claustro se reían a su espalda o le hacían gestos amenazadores.

Iba á labrar la tierra con la escopeta al hombro; él y sus criados se reían de la soledad en que les dejaban los vecinos; las barracas se cerraban á su paso, y desde lejos les seguían miradas hostiles.

Estas noticias volaban por el colegio y se comentaban entre risa y algazara. Pero los demás profesores, sus compañeros, no se reían; estaban indignados. Distinguíase entre todos el cura D. Juan, a quien no le faltaba más que esto para aborrecer de muerte al heterodoxo naturalista.

Allí iba la huérfana desolada, con el rostro oculto entre las manos. Las demás personas que iban con ella se reían de verla así. Lázaro la nombró, la llamó dando un fuerte grito, y sin darse cuenta de ello corrió tras el coche larguísimo trecho, hasta que el cansancio le obligó á detenerse. La diligencia desapareció.

Cuando Lorenzo decía estas palabras llegaron a su lado Melchor y Ricardo, que reían desconsideradamente. ¿Cómo te caíste? le preguntó éste. ¡Qué pregunta!... si no me caí; vi que empezaba a corcovear y resolví bajarme... ¡qué pavada!...

Allí ni un instante de reposo, allí ni siquiera noticias de Cádiz, allí ni la compañía de lord Gray, ni cartas de Amaranta, ni mimos de doña Flora, ni amenazas de D. Pedro del Congosto. Dentro de Cádiz, el sitio era una broma y los gaditanos se reían de las bombas.

Los enemigos, hijos ó sobrinos de los que en la taberna juraban acabar con Batiste, iban acortando el paso, para hacer menor la distancia entre ellos y los tres hermanos. Aún sonaban en sus oídos las palabras del maestro: la amenaza del maldito pájaro que todo lo veía y todo lo contaba. Algunos se reían incrédulamente, pero de dientes afuera. ¡Aquel «tío» sabía tanto!...

No dejaba de observar un momento a mi rival, y veía cómo se apoyaba con familiaridad en el respaldo de su butaca, y le hablaba en voz baja, y se reían y, en fin, otras muchas cosas que apenas hubiese podido tolerarte a ti, al amigo de la infancia. La irritación, los celos terribles que todo esto despertaba en , fueron la prueba de mi apasionamiento... ¡Pero no me escuchas, Amaury!

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