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¡Cuando te digo que no he tenido ninguno!... protestaba ella . Créeme: has sido el primero y serás el último. Ponía en sus ojos el asombro ingenuo y en su voz la infantil humildad de la mujer que necesita ser creída... Ojeda también necesitaba creer. ¡Para qué fatigarse en esta cacería del pasado!

La sarracina continuaba; muchos timoratos escapaban a la calle Piedad, espantados; otros se guarecían detrás de las puertas, de las columnas, de las mesas. Y en medio de la confusión, de las voces, de las carreras, de los golpes, la enseña de la autoridad se mostró... Rocchio, indomable, protestaba, siempre al pie de la pizarra y los compañeros de Jacinto.

Quiero decir a las otras mujeres, a todas esas que tratáis los toreros: a las hembras que aman con más furia cuanto más las golpean. ¿No? ¿De veras que no has pegado nunca? Gallardo protestaba con una dignidad de hombre valeroso, incapaz de maltratar a los que no fuesen fuertes como él. Doña Sol mostraba cierta decepción ante sus explicaciones. Un día me has de pegar.

Está usted descubierto, señor mío. El tímido Rafael creía que el balcón iba a hundirse bajo sus pies. Temblaba de miedo, arrebujábase en el manto de pieles, sin saber lo que hacía y protestaba con enérgicas cabezadas, negando las afirmaciones de Leonora.

Entre usted un día en su habitación, busque bien, y verá como encuentra a montones los escritos contra el Señor y los santos... Además, me da el corazón que no son casados; esa pareja no vive como Dios manda. El crédulo hermano protestaba. Su discípulo incurría en el pecado de murmuración; pensaba mal de todos: eran resabios de su antigua vida. ¿Por qué no habían de ser casados?

«Lo que se ha hecho allí conmigo no se hace con ningún cristiano». Tenía el estilo sembrado de frases y modismos puramente ortodoxos, pero protestaba en seguida contra «aquellas metáforas y solecismos del lenguaje».

Y como si sus órdenes no pudieran admitir réplica, salió de la habitación. El apoderado protestaba. No: él no podía quedarse; había llegado de fuera aquella misma tarde, y su familia apenas le había visto. Además, tenía invitados a dos amigos. En cuanto a su matador, le parecía natural y correcto que no se marchase. Realmente, la invitación era para él.

Pero, la señora, estrechando la hermosa cabecita de virgen contra su seno opulento, protestaba: no, la buena era ella, su hija, su Nanita adorada; a ver, que vinieran todos los ángeles del cielo y todos los santos del almanaque a competir con ella; ¿a que se volvían avergonzados de la derrota?

El único que protestaba en la casa, revolviéndose furioso contra las desatinadas innovaciones, era don Eugenio. El veterano del comercio escandalizábase, y había que oírle las pocas veces que conseguía entablar conversación con el dueño de la tienda, siempre atareado, viviendo en su casa como en una fonda.

Sólo al pasar por delante de alguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro que protestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vez que otra el no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía de la noche, de su suerte y de la madre que le había parido.