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Es un genio, en fin, que ha estado lamentando los errores de su siglo y preparándose para destruirlos de un golpe. Todo va a ser nuevo, obra de su ingenio; vamos a ver este portento.

Esa no es la casa de Dios, porque ese Dios es la sombra augusta del universo, el augusto arcano de la vida, el portento que ninguna mente puede explicar, el abismo que ninguna sonda puede medir, y aquel festín griego, aquellas bodas, aquella alegría, no trae á mi imaginacion la idea del abismo, del portento, del arcano, de la sombra, de aquellas tinieblas sublimes; no trae á mi pensamiento la idea de Dios, el rumor vago, indefinible, poético y armonioso del espíritu universal.

Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas.

Jamás os he visto acompañada de un hombre que valga seis maravedises. Y esto que, sin contar conmigo, que hace un siglo me estoy muriendo por vos, os siguen y os persiguen más de cuatro gentileshombres. Por eso, porque en vuestro gusto particular no confío, y porgue no es cosa de preguntar á estos señores, que por envidia podrán informarme mal, quisiera conocer á ese portento.

Para desempeñar cargo tan importante, había elegido ya Obdulia a una muchacha finísima educada en el servicio de casas grandes, y que se hallaba libre a la sazón, viviendo con la familia del dorador y adornista de la Empresa fúnebre. Llamábase Daniela, era una preciosidad por la figura, y un portento de actividad hacendosa.

Pues mejor, mucho mejor; yo sólo sabía, porque lo había oído á muchas personas, tratándose de vuestra familia, que teníais una hija que era un portento... Como para la mujer es completamente inútil, sino para madrear, ni reparé en ello, ni sentí absolutamente deseo por conocer á ese portento de vuestra hija; pero cuando empecé á pensar en que yo debía tener un heredero, y para ello me era forzoso casarme, sin saber cómo, se me vinieron á la memoria los elogios que acerca de una de vuestras hijas había oído.

Aquélla es la Victoria , de frailes mínimos de San Francisco de Paula, retrato de aquel humilde y seráfico portento que en el palacio de Dios ocupa el asiento de nuestro soberbio príncipe Lucifer; y mire allí enfrente los retratos que yo la prometí enseñar; sin estar la dicha mulata en la plática que hacia don Cleofás había dirigido el tal Cojuelo, y diciendo: ¡Qué linda hilera de señores, que parece que están vivos!