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Actualizado: 19 de junio de 2025
Estremecida por este pensamiento, Liette tomaba la pluma y escribía: «Señor conde.» Después se detenía de nuevo indecisa y turbada. ¿Qué hacer? Estaba dando vueltas en la mente por centésima vez a esta cuestión, cuando se paró a la puerta una «charrette» inglesa y Eva apareció en el umbral conmovida y agitada. La joven, sin más preámbulos, se echó en los brazos de la anciana admirada.
Al salir del ascensor, la inglesa se dirigió con paso rápido a la oficina donde estaba pluma en mano el cajero del hotel.
Y yo, que he leído esta carta como usted, he visto algo más en ella y le respondo que la ha escrito con el corazón, no con el entendimiento. Entonces... Antonia ofreció a su tío una pluma que él aceptó para escribir acto continuo: «Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once. »Tu padre, »Leopoldo de Avrigny.»
A este se le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, un cordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, y todos repetían: «¡la hora...!». Después se arremolinaban abajo, en la escalera principal.
Lo que me admira principalmente en este señor prosiguió Núñez volviéndose de nuevo hacia Tristán no es tanto su talento de observador como la profunda ironía que comunica a todo lo que sale de su pluma y de sus labios.
Pero ya que no la flauta, tenía la pluma: la pluma, que no hacía ruido, sino muy leve, al rasguear sobre el papel con aquellos perfiles y trazos gruesos, enérgicos, en claro-oscuro sugestivo, equivalente al timbre de una puerta o de una placa.
»Por el alquiler de una cama con colchones de pluma, sábanas de holanda y repostero de damasco, mantas y demás, cinco ducados. »Por ídem de doce sillas, un sillón, una mesa, un candelero de plata y una alfombra, seis ducados. »Por una comida traída de la hostería de los Tudescos, ocho ducados. »Por una cena de ídem, cuatro ducados. »Por un almuerzo de ídem, cuatro ducados.
Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz. Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un rewólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos.
Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazos membrudos.
Y la pluma del viejo periodista, tanto tiempo colgada, nada había perdido de su destreza y proverbial causticidad; vibraba a impulso de la indignación con tal donaire y desenfado que puso inmediatamente de su lado al público indiferente.
Palabra del Dia
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