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Actualizado: 22 de mayo de 2025
Entre todas las maravillas vistas en el país de los pigmeos, el rostro de este joven doctor representaba la más enorme y la más grata para él. Pero existe un encadenamiento lógico entre los sucesos extraordinarios, igual al que reúne los hechos de la vida corriente.
Durante tan larga espera se entretuvo escuchando, gracias á su aparato auditivo, los gritos y las canciones de los servidores, que se movían como insectos en el fondo de la Galería. Después que toda esta gente hubo comido cerca de las cocinas, el estrépito fué en aumento, cortándose de vez en cuando el vocerío de los pigmeos con las órdenes que gritaban sus diversos jefes.
Esta envoltura había consumido el material de abrigo de tres regimientos. Vivía en una aparente libertad. Todos los pigmeos instalados en la Galería para su servicio procuraban evitarle molestias, y hasta pretendían adivinar sus deseos cuando estaba ausente el traductor. Pero le bastaba ir más allá de la puerta para convencerse de que sólo era un prisionero.
Allí había heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarin; dos sobrinitos de Og, rey de Basan, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenían ocho codos de estatura; varios nietos de Hamnon, rey de los Amonitas; y para complemento de hermosura, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos de Tiro, una pequeña tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando ponzoñosos dardos.
Pero la obscuridad no le permitió reconocerlos. Únicamente pudo ver que eran mujeres. Uno de estos pigmeos debía ser el que había seguido los latidos de su corazón para marcar á los asesinos el emplazamiento más favorable para el golpe. Pensó si serían Golbasto y Momaren, vanidosos personajes implacables en su venganza y directores de su asesinato, como creía Ra-Ra.
Cuando estuvo otra vez en su embarcación notó que los muelles se iban cubriendo de pigmeos. Eran soldados vestidos con vistosos uniformes y que avanzaban denodadamente. Los que tenían arcos disparaban, pero sus flechas caían mucho antes de llegar adonde estaba el gigante, lo que hizo sonreir á éste despectivamente, no queriendo responder á la agresión.
Sosteniendo la chaqueta con una mano, metió la otra en el bolsillo superior, extrayendo uno tras otro á los dos pigmeos para depositarlos dulcemente en la popa de la embarcación. Ra-Ra se mostró sombrío y ceñudo, mirando al Hombre-Montaña con hostilidad, como si recordase aún el golpe que le había dado con un dedo para que permaneciese dentro del bolsillo.
A pesar de su mal humor por la aventura en la Universidad y por las persecuciones que le podían hacer sufrir estos pigmeos, de los que era esclavo, Gillespie no pudo contener una carcajada. Después sofocó su risa para excusarse cortésmente: No crea, profesor, que me río de usted. Le estoy muy agradecido para atreverme á tal insolencia.
Tiemblo por usted y tiemblo por mí. Gillespie no necesitaba oir al profesor para darse cuenta de la gravedad de su acto. Pero renacía su cólera al acordarse de los pinchazos de aquellos pigmeos, y creía sentir aún el dolor en sus piernas. ¿Por qué no lo habían dejado dormir en paz?...
Muchas veces me pregunté, en aquellos años ya remotos: «¿Qué habrá ocurrido en Liliput después que se marchó el héroe de Swift?...» Y me entretenía imaginando á mi modo los diversos episodios de la historia contemporánea de los pigmeos.
Palabra del Dia
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