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Actualizado: 11 de septiembre de 2025
ELECTRA. En algunas cosas, que me reservo, soy tenaz hasta la barbarie, y creo que, llegado el caso, lo sería hasta el martirio. MÁXIMO. ¿Qué cosas son esas? ELECTRA. A ti no te importan. Mejor... En seguidita me pesas setenta gramos de cobre. ELECTRA. El cobre serás tú... No, no, que es muy feo. MÁXIMO. Pero muy útil. ELECTRA. No, no: compárate con el oro, que es el que vale más.
Había en el comedor un reloj de pared que era el Matusalén de los relojes. Su mecanismo tenía, al andar, son parecido a choque de huesos o baile de esqueletos. Su péndulo descubierto parecía no tener otra misión que ahuyentar las moscas, que acudían a posarse en las pesas. Su muestra amarilla se decoraba con pintada guirnalda de peras y manzanas.
Las rayas trazadas sobre el madero por el filo del hacha le parecían una página histórica. Las pesas subían y bajaban golpeando el mostrador duro, y de mano en mano iba pasando el sustento de todo el barrio, aquí pobre y esquilmado, allá rico y sustancioso.
Por ti y tus vicios estoy empeñada en más miles que pesas, trapalón, y cuando toquen a embargar, la viuda de Peribáñez el de Candelario tendrá que ponerse al buñuelo, a la castaña, al aguardiente o al mondongo.... Sacados te vea yo los ojos, hi de mujer mala.
Catalina lo tranquilizaba entonces, como diciéndole con su mirada cariñosa: Espérate a que eduque a Cónsul, para convidarte con champaña y gallina, como Niní a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos... Una noche estuvo Raguet más exigente que de costumbre. Necesitaba en ese mismo instante trescientos francos...
Tus cuidados me cargan, porque no quiero agradecerte nada. ¿Lo oyes bien? no quiero agradecerte nada, ni esto. Pesas sobre mí como una montaña, y creo que no tendré salud mientras no estés lejos de mí y pueda yo decir: «no le debo nada, no es mi hermano, es un intruso».
Y de esta suerte acaba por no quedar en el platillo de las pesas más que la de cuarterón, y a veces la de dos onzas. Para que no careciere la velada de ningún atractivo, hubo en ella también una banda de música militar, que se había conservado desde la época en que hubo milicianos nacionales, gracias a los desvelos y esfuerzos de don Andrés Rubio, que había sido comandante de la milicia.
La forma de aquel reloj recordaba las aficiones poéticas del jurisperito. Parado, siempre mudo, siempre señalando la misma hora, me parecía aterrador como la eternidad. Entre un estante y la pared estaba otro reloj de pesas, en larga y estrecha caja de ébano, siempre andando, siempre arreglado.
Los muchachos no tienen en qué pensar, y como no han de ir a jugar tresillo con nosotros, se van por esos mundos de Dios, o del Diablo, y... ¡ustedes saben lo que sigue!... Y he dicho y preguntado más que Ripalda, y aquí paz y después ¡gloria! Amén. Gruñó el reloj de pesas, y soltó el repique de sus campanas disonantes. Eran las siete de la noche.
Previo un sordo gruñido de sus intestinos de cobre, soltaba un repique de cien campanillas de timbre agudo y disonante, y luego con voz grave y solemne daba la hora: ¡tón! ¡tón! ¡tón!... Yo, al ver aquellos relojes me decía: Uno para los clientes, el de pesas; otro, el de cristal, para el señor licenciado.
Palabra del Dia
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