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Ya sabemos que Periquito amaba las obras sólidas de la Naturaleza. Para expresar los deseos que atormentaban su espíritu, valíase ingeniosamente de la forma de sueños. Otras veces, se veía sobre la cúspide de una altísima montaña. Las nubes se acercaban. La mujer era blanca como el campo de la nieve, mórbida y espléndida como la flor de la magnolia.

Pero esta vez paseó la vista con indiferencia por él, y la detuvo para leer unos versos de Periquito a un grano de cierta dama, que le hicieron reir a carcajadas. Debajo de estos versos había una gacetilla que llevaba por título: Un marido como hay pocos. Comenzó a leerla sin gana.

Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina, como un anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente. Don Periquito es pretendiente a pesar de su notoria inutilidad.

Y como el infante fue robustísimo y el médico asegurase que no corría peligro su vida, retardaron su bautismo hasta mediados del mes de julio, así porque ya estaría levantada la señora doña Inés y podría asistir a las fiestas que se hiciesen, como porque para entonces se realizaría la anunciada visita del señor obispo, el cual, a más de confirmar a todos los muchachos que no lo estuviesen, les haría la honra de bautizar al futuro Periquito.

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones puedo comprender el carácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender, cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo.

Andaba lentamente, tambaleándose, con las manos extendidas como si temiese tropezar, porque estaba medio ciego, y así llegó sin ver a la marquesa hasta el lecho de Diógenes, y allí comenzó a palpar hasta tropezar con una mano de este; entonces, con sonrisa de niño que contrastaba con sus cabellos blancos, con voz cascada pero dulce, que el asma atroz que padecía tornaba un poco premiosa, dijo muy bajo: ¡Perico..., Periquito..., hijo mío!

¿Lee usted los periódicos? le pregunté, sin embargo. No, señor, en este país no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times! Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay y muchos años no los ha habido.

Ya tenemos a Periquito hecho fraile dijo doña Lupe, que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera boca . ¿Y de dónde? De Orihuela, tía replicó el clérigo frotándose las manos . Mala catedral; pero ya veremos si sale una permuta. Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.

Había motivos para sospechar que aquella G... era cierta Gumersinda, esposa de un comerciante de harinas, mujer notable por la abundancia de carnes, que la hacían caminar con dificultad. Periquito amaba a las casadas y a las gordas. Cuando estas dos preciosas cualidades se reunían dichosamente en un ser, su pasión no tenía límites. Y tal era el caso presente.

Ciertamente le contesté, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones. En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre. Desengáñese usted: en este país no se lee prosiguió diciendo. Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted ¿qué lee? le hubiera podido preguntar. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.