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El Tarumbo no llevaba nunca labor propia; pero, en cambio, estaba siempre pendiente de la que hacían los demás. Cuando el Topero terminaba un par de abarcas, le traía otro del montón de las que tenía preparadas, y lo mismo hacía con las zapitas de Pepazos y con las banillas o las colodras o las cebillas de los que las necesitaban.

Asistió hasta el Tarumbo, que rara vez iba por allí, harto más intranquilo y desazonado con la enfermedad de don Celso y la burrada de Pepazos, que por habérsele ensanchado en más de otro tanto, con el peso y la destilación de la nieve, el boquerón que ya tenía su casa en el jastial del Poniente.

Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas: ¿Y don Sabas? Bueno me respondió Neluco con voz empañada. ¿Y Pito Salces? También. ¿Y Pepazos?

Ni el hambre ni el frío eran capaces de acabar en una noche sola con una vida tan dura de roer como la de Pepazos. Nadie lo dudó, y la caravana emprendió la subida de los montes sin atender otra cosa que a pisar en firme y ganar tiempo. Por misericordia de Dios, el día, aunque pardo, se presentaba relativamente sereno, y apenas chispeaba la nieve por entonces.

Pidiéndola nombres de aquellos valientes y caritativos convecinos, citóme el primero a don Sabas, que no faltaba nunca a esas llamadas, por considerarse necesario como cualquier otro para atender al negocio de la vida del socorrido, y único en su parroquia para el negocio del alma, si llegaba a tiempo y desgraciadamente no alcanzaba ya para otra cosa; después me nombró al médico, que no cabía en su casa en cuanto sabía que estaba algún convecino en la apurada situación de Pepazos; luego a Chisco, uno de los hombres más arrojados, más fuertes y más entendidos para aquella casta de faenas; y después de nombrarme a otras personas que no me eran tan estimadas, por haberlas tratado menos, cerró la cuenta con Pito Salces, mozo capaz de los imposibles, siempre que hubiera a su lado quien le impidiera hacer una barbaridad; y tres perros de buena nariz, uno de ellos Canelo.

Tampoco tenía duda para mis acompañantes que el animalote aquél debía haberse dado, durante el temporal, la gran vida en su refugio, porque harto lo parlaban el esqueleto fresco y casi mondo de una yegua, visto por Pepazos en una «rejoyá» de las cercanías de la cueva, y una becerruca extraviada de la cabaña, al ir al abrevadero desde el invernal de Escajales, que no había vuelto a aparecer.

Esto, dicho entre cabriolas, manoteos y risotadas, delante de toda aquella gente, y sin respeto alguno a la autoridad del señor Cura, dejó desconcertado y mohíno a Pepazos, y a Chisco del color de la nieve, y no de frío, sino de santa indignación que puso a Chorcos en grave riesgo de bajar rodando una ladera «pendía» que asomaba a diez varas de ellos.

Otro que Pepazos, al ver esto y pensando en la nevada que se venía encima, porque bien claras estaban las señales de ella, habría dejado que el diablo se llevara las yeguas y vuéltose al pueblo por de pronto; pero era, tras de poco avisado, muy terco, nada aprensivo y confiado con exceso en su robustez de encina, y se las apostaría a los veloces animales como si todos fueran unos; y así, corriendo tras ellos de cañada en cañada y de loma en loma, a lo mejor, se vería entre la oscuridad de la noche y con los caminos borrados por la nieve.

Según el médico, la quedada de Pepazos en el monte había corrido por el lugar hacia las diez de la noche, con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada, y con la misma brevedad se examinó el suceso, fue estimada su importancia y se acordó y dispuso el único socorro que podía prestársele y se le prestaría tan pronto como Dios mandara a la tierra una chispa de luz con que guiarse para emprender el camino un poco menos que a tientas.

A una de ellas concurría a menudo la hija del Topero, con su correspondiente rueca bien cargada de lino, bajo el roquero pinto con lazos y lentejuelas, y si Pepazos no se dejaba ver en aquella tertulia con igual frecuencia que Tanasia, bien sabía Dios que consistía en lo vergonzoso que él era delante de la mozona y con testigos que ya estaban en el ajo de sus deseos; pero iba alguna que otra vez para dar aquel regalo a sus ojazos mortecinos, y esas noches eran las únicas que faltaba de la cocina de la casona.