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Actualizado: 21 de noviembre de 2025


No quedaba en ella ningún rastro de la fiesta del bautizo: los pasajeros se habían esparcido. Maltrana parecía furioso por los excesos y molestias de su popularidad. No podía circular por el buque sin que sus numerosos y queridos amigos le saliesen al paso con aires de protesta.

Se apeó de nuevo tranquilamente, dirigió unas pocas palabras a uno de los pasajeros, y efectuando con él un cambio de asiento, con tranquilidad sin igual tomó el suyo en el interior, pues don Jacobo no toleraba que su filosofía estorbase la acción pronta y decisiva con que siempre procedía.

Los amigos del alemán, viéndolo sano y triunfador, se lo llevaban al fumadero con abrazos y palmadas en la espalda. Sonaron los taponazos del champán como prólogo de la descripción del combate. Algunos pasajeros volvían la espalda con indignación para no presenciar esta apología del homicidio.

A los pocos días se declaraba una epidemia entre las gentes de tercera clase. Todas las noches echábamos al mar dos o tres. Nuestra preocupación era que no se enterasen los pasajeros de primera. Jamás he visto un viaje con tantas fiestas. Casi todos los días banquete extraordinario; por las noches veladas musicales, bailes.

Esperaban, lo mismo que las actrices, a que la sala tuviese buen público, y sus doncellas o los hombres de la familia iban del camarote al comedor para echar un vistazo y volver con noticias. Cada familia quería que las otras fuesen por delante, y así dejaban pasar el tiempo sin decidirse. Estaban los pasajeros en el tercer plato, cuando empezaron a presentarse las disfrazadas, todas de golpe.

Iba a hacer la misma pregunta a otros pasajeros de distinción, y si éstos no tenían «por casualidad» una caja de pistolas, arreglaría el encuentro a revólver, escogiendo dos completamente iguales entre los muchos que le habían ofrecido.

Solas y teniendo que vivir en incesante contacto, acababan todas ellas por odiarse, como los pasajeros encerrados en un buque durante largos meses. Además, sus hombres las habían acostumbrado al uso del café, bebida de navegantes, y buscaban engañar su tedio con sendas tazas del espeso líquido. Todas tenían los ojos empañados por un vapor histérico.

El Montoya era un vapor chico, pero limpio, más fresco que el Antioquía, y aunque el inmenso número de pasajeros que venían en él nos impidió tener camarotes, esto es, un sitio donde lavarnos y mudarnos, era tal la satisfacción de poder continuar el viaje, que no nos hizo mayor extorsión la toilette obligada al aire libre y un poco en común.

Pasajeros y soldados no podían tenerse de pie sobre el buque, tembloroso por la velocidad y próximo a romperse. El piloto Carreño, sentado en el tabernáculo, tenía que agarrarse a su cadira de mando para que el loco movimiento de la nave no lo arrojase al mar. Los demonios, espíritus traviesos, ejecutaban las maniobras al revés de las voces náuticas que daba Carreño.

El capitán era un bravo Genoves, republicano, franco, sencillo y de trato cordial, y entre los pasajeros había no solo unos cuantos Granadinos, sino Ingleses, Franceses y Alemanes.

Palabra del Dia

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