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Actualizado: 29 de noviembre de 2025
Lo del casamiento hacía volver á Roseta á la realidad. El día que su padre supiera todo aquello.... ¡Virgen santísima! iba á deslomarla á garrotazos. Y hablaba de la futura paliza serenamente, sonriendo como una muchacha fuerte acostumbrada á esa autoridad paternal, rígida, imponente y honradota, que se manifiesta á bofetadas y palos. Sus relaciones eran inocentes.
Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho: -A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
Los criados del Asistente acudieron al ruído de la lucha, y viendo á uno en tierra y á su amo ensangrentado, dieron tan tremenda paliza á don Rodrigo, que poco faltó para que allí mismo hubiera espirado.
Cada pie de paliza la hemos dado, que algunas veces se iba a la cama y no podía levantarse en cuatro días. ¡No la hemos dejado pasar una!... Ahí está ella que no me dejará mentir.
Hace ya más de ocho días que la pidió a su hermano, que, por supuesto, ¡abrió un ojo!... Pero la chica, pásmese usted, se niega a casarse con su tío, y todos dicen que tiene la culpa el sobrino del cura, que la ha levantado de cascos... El padre, con esto, dicen que la pega cada pie de paliza que la pone como una breva. Pero ella se empeña en que no, y que no, y no hay quien la saque de ahí...
Pimentó, que en su calidad de valentón se interesaba por las desdichas de sus convecinos y era el caballero andante de la huerta, prometía entre dientes algo así como pegarle una paliza y refrescarlo después en una acequia; pero las mismas víctimas del avaro le disuadían hablando de la importancia de don Salvador, hombre que se pasaba las mañanas en los Juzgados y tenía amigos de muchas campanillas.
Fernandito no leyó más: con la boca y los ojos muy abiertos quedóse largo tiempo suspenso, hasta que, levantándose de repente y entrando en su cuarto de vestir, cogió un bastón con puño de plata, una delgada caña de bambú nudosa y flexible que cortaba el aire con silbidos de culebra al esgrimirla con gran furia Villamelón, dirigiéndose presuroso y descompuesto a las habitaciones de la espiritual Currita, de la vaporosa Ofelia, de la sentimental María Stuard, a quien amenazaba, sin duda, en vez del poético lago o del dramático tajo, un trancazo soberano, una paliza descomunal.
Recordaba entonces la costumbre de un doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo, mencionada en un libro reciente escrito sobre aquel país; costumbre que consistía en castigar con duras palabras a los discípulos y oyentes cuando se reían de las lecciones o no las entendían; y, si esto no bastaba, descender de la cátedra sable en mano y dar a todos una paliza.
Pero Gonzalo, no tanto por su cualidad de alcalde, como por sus puños terribles, inspiraba tal respeto, que al fin se resignaron a quedarse con la justísima paliza que a tres de sus colegas les habían administrado. Pasó el Carnaval sin gran animación.
La di tal paliza a mi tercera mujer, que la dejé chorreando sangre al pillarla con un criado que era joven. Y la muy perra tenía cerca de sesenta años. Cuando salí de la cárcel volví a tomarla, y al morir ella tomé otras. Todas son iguales, y hay que tragarlas como son, ya que las necesitamos. Te lo dije otra vez: el hombre es un animal noble y altivo; la mujer...
Palabra del Dia
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