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Actualizado: 20 de junio de 2025


¡Eh! vaya usted al diablo contestó mi tío Ramón; no estoy para ser objeto de sus bromas, y se levantó violentamente de la mesa. Se daba Semiramis aquella noche, y Colón estaba de gala; los palcos, ocupados por las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad, presentaban un aspecto deslumbrador.

Para echárselas de gran crítico no hay como mostrarse descontento de todo. La empresa no había mandado más que dos asientos á la Redaccion. En los palcos se preguntaba quién sería el dueño del palco vacío. Aquel ganaba en chic á todos pues llegaría el último. Sin saberse de dónde vino la especie, díjose que era de Simoun. El rumor se confirmó.

Gallardo, ansioso de atraerse la simpatía del público, iba de un lado a otro, y consiguió un gran aplauso tirando de la cola al toro para librar a un picador que estaba en el suelo, próximo a ser enganchado. Mientras banderilleaban, Gallardo, apoyado en la valla, paseaba su vista por los palcos. Debía estar en ellos doña Sol.

En los palcos unos decían: «Los regentes no juran»: y otros: «Vaya si jurarán». Yo creo que unos jurarán y otros no dijo Amaranta . Ellos han intentado tener de su parte el pueblo y la tropa; pero no han encontrado simpatías en ninguna parte. Los que tengan un poco de valor, mandarán a las Cortes a paseo.

Leopoldina, furiosa dilettante, que recorría siempre de gorra todos los palcos del Real, tenía al dedillo los abonos de cada turno y los abonados a cada localidad. Calculó un momento la dirección en que los del Veloz miraban, y dijo al cabo: No quién puede ser...; ese palco no está abonado.

Los tres lados de lo que constituía el palco escénico tenían un corredor, y por bajo de este y á derecha é izquierda de aquel se hallaban sus correspondientes palcos destinados á las personas de distinción que convidase el Gobernadorcillo. En cuanto al corredor se utilizaba para declamar desde él algunas escenas.

Limpiaba pacientemente la sombra, como un buscador de tesoros, agachándose en el misterio de los palcos para guardar en sus bolsillos los hallazgos: abanicos de señora, sortijas, pañuelos de mano, monedas caídas, adornos de trajes femeniles, todo lo que dejaba tras su paso una invasión de catorce mil personas.

Algo estridente, como si acabara de rasgarse la vieja decoración del fondo; un silbido rabioso, feroz, desesperado, que pareció hacer oscilar las luces de la sala. ¡Silbar a Franchetti antes de oírle! ¡Un tenor de cuatro mil francos! La gente de palcos y butacas miró al paraíso con el ceño fruncido; pero arriba la protesta fue más ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la cárcel con él!

Eran más de cien los comensales, que ocupaban tres mesas paralelas, situadas en el recinto de las butacas. En el escenario se colocó el coro de muchachas ensayadas en el Ágora por D. Gaspar de Silva y el director de la murga municipal. Los palcos estaban ocupados por cuanto de elegante, aristocrático y exquisito guardaba Peñascosa en su seno.

El mismo arquitecto de la Opera de París había repetido su abrumadora ostentosidad en esta sala: oro por todas partes, molduras, cariátides, espejos inmensos. No había un palmo de pared que no fuese de estuco labrado y dorado. En el muro del fondo, sobre las filas de butacas que se elevaban en acentuado declive, había cinco palcos, los únicos: el del príncipe soberano y los de sus dignatarios.

Palabra del Dia

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