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Actualizado: 16 de julio de 2025
Porque como en Madrid los hombres no se distinguen por un excesivo respeto a las damas, oía, a su pesar, frases de admiración, requiebros, lo que ha dado en llamarse flores, que los transeuntes dirigían a su madre. Sentía, al escucharlas, una mezcla extraña de vergüenza y placer, de celos y de orgullo que le agitaba.
Escucha, hijo mío prosiguió el doctor después de una breve pausa: en mi mente se agita una idea, que ha venido a iluminar mi entendimiento mientras yo oía caer la tierra sobre el féretro de mi hija.
Tenía anteojos de oro y un reloj muy grande, que hacía tic-tac hasta cuando estaba en el bolsillo. Consultado, examinó a Lita y opinó: Pienso que no hay inconveniente en que se le dé lo necesario para tejer. Agregando después, cuando creyó el muy tonto que la enfermita no le oía: De todos modos, me parece que no llegará a anudar dos puntos de tejido.
Los ojos veían, pero débilmente, como si la luz fuese turbia y una bruma rojiza envolviese los objetos. Creyó que una cara con bigotes, terminada por un sombrero de guardia civil, se inclinaba sobre la suya, mirándolo en los ojos. Movía los labios, pero él no oía nada. Era sin duda la pesadilla de sus antiguas persecuciones volviendo a surgir. Se fijaban en él, viendo que abría los ojos.
En torno de Ayartiaga no se oía más que el estridente rodar de alguna carreta mal engrasada y el apacible silbo del viento, que se complacía en cimbrear suavemente las cañas de los maizales, fingiendo oleadas entre el verdor de los cerros. El pueblo, formado por dos líneas de pobrísimas casas tendidas a lo largo de la carretera, no había despertado aún.
Y todos tres fueron a sentarse en un rincón de la estancia en sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.
Pero estos comentarios y desahogos, y otros por el estilo, no los oía Emma; ella veía a la envidia, no la oía; veía sus ojos brillantes, sus sonrisas tristes, sus éxtasis sinceros y melancólicos en la cara de las incautas, que no sabían disimular siquiera, y se quedaban como Santas Teresas arrobadas en la meditación y el amor del pesar del bien ajeno.
En 1815, cuando por segunda vez París, rendido por quince años de servidumbre militar, oía el rodar de los cañones prusianos por sus calles, dos hombres, indiferentes á la causa pública, estaban tranquilamente sentados á las orillas del Sena con su caña en la mano. Jamás se habían visto anteriormente, pero cada uno de ellos había oído celebrar la gloria de un rival.
Obedeció la señorita, y durante una hora, hasta las once, estuvo tocando cuanto sabía que era del agrado de su padre. Me puse a leer los periódicos; pero ni oía yo la música ni me enteraba yo de las noticias. Mi pensamiento, y mi alma estaban en otra parte. Me sentía yo satisfecho de mí.
Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen.
Palabra del Dia
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