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Francamente, me engañó ese tuno... Bueno; alguna dejarán... Mañana iremos usted y yo, don Víctor. Pero la noticia les había puesto tristes. Guardaron silencio obstinado. Dentro del salón se oían voces descompasadas, fuertes rumores. Alguna vez sonaba el agudo repique de la campanilla presidencial, llamando al orden.

La segunda vez que entré en la casa, me la encontré sentada en uno de aquellos peldaños de granito, llorando». ¿A la tía? No, mujer, a la sobrina. La tía le acababa de echar los tiempos, y aún se oían abajo los resoplidos de la fiera... Consolé a la pobre chica con cuatro palabrillas y me senté a su lado en el escalón. ¡Qué poca vergüenza! Empezamos a hablar. No subía ni bajaba nadie.

También ella parecía una estatua de la soberbia y de la intolerancia: una estatua hermosísima. Sus compañeras, los catequistas, el escaso público esparcido por la nave la oían con asombro, sin pensar en lo que decía, sino en la belleza de su cuerpo y en el tono imponente de su voz metálica.

El abogado había envejecido mucho, estaba canoso, y la calvicie se estendía casi por toda la parte superior de la cabeza. Era de fisonomía agria y adusta. En el estudio todo estaba en silencio; solo se oían los cuchicheos de los escribientes ó pasantes que trabajaban en el aposento contiguo: sus plumas chillaban como si riñesen con el papel.

Y la vida huyó de aquel cuerpo, arrojada por el espíritu obcecado, que decía no querer nada de ella, porque él no la había llamado... Ya las zancadas y los gritos de Agapo se oían de nuevo. ¡Quilito! ¡Quilito! Dos hombres venían con él. Y todos tres buscaban, olfateando como lebreles, más cerca, más lejos, se iban y volvían, hasta que el pie del filósofo dió con el cuerpo del suicida.

El clamor era cada vez más alto; la agitación se convertía en tumulto. Los gritos penetrantes de los pregoneros apenas se oían entre aquel rumor tempestuoso. Mi compañero había guardado silencio. Yo, absorto completamente por la escena terrible que se preparaba, tampoco despegué los labios.

La población no se despertó; ó si algunos se despertaron, lo atribuyeron á algo horrible que pasó en un sueño, ó al ruido de las brujas ó hechiceras cuyas voces, en aquella época, se oían con frecuencia en los lugares solitarios cuando cruzaban el aire en compañía de Satanás. El Sr.

Pero al reconocerse bien despierta y al observar que continuaba el ruido, se incorporó en el lecho, puso atención.... Se oían pasos en la casa... tocaron suavemente a la puerta de su alcoba... sonó una voz.... Sola saltó instintivamente 25 de su lecho. Empezó a vestirse a toda prisa.... No acertaba a vestirse.... Soy yo.... Espera... un momento.... Espera que me vista....

No más, sino que carraspeó un poquito y que, sin añadir una sola palabra a las mías, echó a andar hacia la escalera, mientras yo me dirigía a la cocina donde se oían ya los parleteos de los primeros tertulianos. ¡Virgen santa, qué noche pasé!

Y la vieja, con su supremo esfuerzo de voluntad, se decidió a abandonar su silla para ver la inundación. ¡Cuánta agua, Dios y señor nuestro!... ¡Qué de desgracias se contarán mañana! Esto debe ser castigo de Dios... un aviso por nuestros muchos pecados. Mientras los dos hombres oían a la vieja, Leonora iba de una parte a otra dando prisas a su doncella y a la hortelana.