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Actualizado: 29 de junio de 2025
Al cumplirse el novenario de la encerrona, que algo tenía de arresto, doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a leer la sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina ¿quién dudaba ya que la modista había bailado? no le faltaría una cama en el palacio de sus mayores; pero ellas, las tías, no tenían qué poner a la mesa; todo lo había comido la niña». Ana escribió a Frígilis.
Ella hablaba mientras tanto, desahogando el enfado que le causaban sus parroquianas. Sólo una pobre como ella podía sufrir tantas exigencias. Era costurera, y querían que trabajase como una modista famosa.
Al día siguiente, muy temprano, salió del estanco y fue a casa de una modista, con la cual, tiempo atrás, contrajo amistad mientras trabajó en el teatro. Estuvo largo rato viendo telas, escogiendo colores, examinando figurines, probándose modelos y dejándose tomar medidas. Todo lo que se encargó fue sencillo y elegantísimo; pero caro para ella.
Había que pagar a la modista; la idea de que ésta podía decir la verdad a sus parroquianas, todas señoras distinguidas, horrorizaba a la viuda, a pesar de que no tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de cabildeos, acabó por encontrar la solución. La tenía al alcance de su mano. Juanito, propietario y mayor de edad, era la firma con garantías que ella necesitaba.
Lo más admirable era que Juana, sobre ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su primera modista. Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella cortaba vestidos con tanto arte y primor como Worth o la Doucet en la capital de Francia.
Casi todas las familias principales han viajado, y al entrar en un salón y contemplar las toilettes que parecen salidas la víspera del reputado taller de una modista de París, nadie creería que se encontraba en la cumbre de un cerro perdido en las entrañas de la América.
Pero al fin la modista comprendió la burla, y renunciando á los artificios de la coquetería se resignó a pasar las horas leyendo novelas sentimentales, que la hacían llorará veces con enternecimiento, y comiendo almendras, nueces y avellanas, de que hacia una fuerte provisión todos los días en el comedor.
Y la llevó a su tocador y con maternal solicitud le puso en el pecho unos céfiros que ocultaron lo que en realidad no debía mostrarse. La joven procuró disimular su vergüenza achacando la falta a la modista. No obstante se sintió tan humillada por aquella lección y por la sonrisa compasiva que la acompañó, que nunca más pudo ver desde entonces a la devota marquesa.
En cuanto su marido recibió el acta de su elección, se lanzó a la calle y encargó a la modista tres vestidos de lo mejor, y uno de media cola... Iría al Congreso, a las tribunas de preferencia, muy a menudo; a palacio alguna vez; daría rumbosas fiestas a los hombres de Estado; obsequiarían a su hija ministros y embajadores...; ¡quizás obtendría un título de Castilla!...
El joven respondió cortésmente: Es cosa hecha, señor duque. Hubiera podido añadir que desde hacía tres años les visitaba gratuitamente. El día de la boda por la mañana fue la modista a casa de Germana para probarle el traje de novia. La joven se prestó dulcemente a aquella triste chanza. La costurera advirtió que un punto del cuerpo se había descosido y se dispuso a reparar el desperfecto.
Palabra del Dia
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