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Actualizado: 16 de julio de 2025
¡Venga de ahí, Moñotieso! gritó el señorito. Y la cantaora rompió en una soleá, con una voz aguda y poderosa, que después de hincharla el cuello como si éste fuera a reventarse, atronaba la sala y ponía en conmoción a todo el cortijo.
Era el Chivo el que hablaba, después de escupir por la comisura de los labios, con la gravedad solemne de un valentón parco en palabras. La Marquesita protestó. ¿Y nosotras qué somos, mamarracho? Sí; eso es: ¿qué somos nosotras? añadieron como un eco las dos de Moñotieso.
El respetable padre de las Moñotieso, abriendo la boca desdentada y negra con femeniles gritos, movía sus caderas descarnadas, hundiendo el vientre para hacer surgir con mayor relieve la parte opuesta. Sus mismas hijas celebraban con grandes risotadas estos alardes de una vejez envilecida. ¡Olé, grasioso!...
El padre de las Moñotieso las hacía enrojecer y prorrumpir en risotadas semejantes a cocleos de gallinas, relatándolas al oído cuentos impúdicos. Eran más de veinte para la cena, y apretados en torno de la mesa, comenzaron a comer los platos que Zarandilla y su mujer servían con gran dificultad, pasándolos por encima de las cabezas.
Ninguno se había perdido en el viaje; todos estaban: la Moñotieso, famosa cantaora, y su hermana; su señor padre, un veterano del baile clásico que había hecho tronar bajo sus tacones los tablados de todos los cafés cantantes de España; tres protegidos de Luis, graves y cejijuntos, con la mano en la cadera y los ojos entornados, como si no osaran mirarse por no infundirse espanto, y un hombre carilleno, con sotobarba sacerdotal y unos tufos de pelo pegados a las orejas, guardando bajo el brazo una guitarra.
Las dos Moñotieso, ebrias y furiosas al ver que los hombres sólo atendían a las payas, hablaban de desnudar a Alcaparrón, para mantearle; y el muchacho, que había dormido vestido toda su vida, escapaba, temblando por su gitana pudibundez. La Marquesita se arrimaba cada vez más a Rafael.
El honorable padre de la Moñotieso, como hombre versado en sus deberes, sin esperar invitaciones, sacó a su otra hija al centro de la habitación y comenzó el baile con ella. Rafael se alejó prudentemente, después de beber dos copas. No quería estorbar la fiesta con su presencia.
El señorito paseó su mirada de triunfador sobre las aterradas jóvenes, no acostumbradas a tales escenas. ¿Eh?... ¡Allí tenían a un hombre! Las Moñotieso y su padre, que por acompañar a todas partes a don Luis como pupilos de su generosidod «se lo sabían de memoria», se apresuraron a dar por terminada la escena, moviendo gran estrépito. ¡Olé los hombres de verdá! ¡Más vino! ¡Más vino!
Palabra del Dia
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